15 noviembre 2012, 3:50

Las habitaciones de atrás.

Texto extraído del prefacio de Daniel Rops al libro : Diario  (con el título original “Het achterhuis”) de Ana Frank; publicado por Plaza & Janés Editores S.A.- 7ª ed. 1989 (Barcelona. España).

Acabo de volver la última página de este libro y no puedo contener mi emoción.

Me pregunto qué mujer hubiera sido la maravillosa niña que, sin darse cuenta, escribió esta obra maestra. Uno de estos días de 1951 hubiera cumplido los … años … Siento que algo se desgarra en mi interior, al pensar lo que el conjunto armónico de su inteligencia y su sensibilidad hubieran dado de sí, de no haber sido devoradas y aniquiladas hace cinco años por esa horrible máquina que ofrece su rostro cubierto por diversas máscaras, esa máquina que se dispone a convertir en polvo nuestra civilización. El delicado rostro de esa muchacha no se puede evocar sin melancolía. Su delicado rostro que entró en el reino de las sombras …

Era una pequeña judía de trece años, hija de unos comerciantes alemanes que, al iniciarse las persecuciones nazis, habían créído encontrar en Holanda su salvación. Pero las alforjas del monstruo estaban llenas de ardides. ¿ Quién podía estar seguro de escapar ?. La invasión de Holanda los puso otra vez a su alcance. En julio de 1942, los Frank se encontraron en la alternativa de someterse a las disposiciones de la Gestapo sobre los judíos, o esconderse a todo riesgo. De los dos términos de esta alternativa, escogieron el segundo. Aquellos pobres seres olvidaban el poder del Leviatán y su paciencia de antropófago. En un pabellón situado detrás de un patio, como hay en muchas casas en Amsterdam, se instalaron los Frank como ratas en su agujero. Debieron tomar un sinfín de precauciones: no dejarse ver, evitar toda clase de ruido. Fácil es comprender los problemas de todos los órdenes que se les planteaban a esos prisioneros voluntarios entre ellos, la intolerable cohabitación de ocho seres condenados a no tener un segundo de soledad, con la consiguiente renovación cotidiana del mismo problema.

En tan paradójica situación, Ana descubrió al mismo tiempo su propia existencia y la de los demás. A la edad en que una chiquilla empieza a enfrentarse con el mundo exterior y enriquece su personalidad con las múltiples relaciones que se le ofrecen, la muchacha no tuvo ante ella otro espectáculo que el que le ofrecía un húmedo alojamiento, el patio del jardín y los siete inquilinos cuya suerte debía compartir, entre ellos sus padres. Lo asombroso es que su sensibilidad no se marchitase en poco tiempo, que pudiera conservar su libertad, su fantasía y esa alegría que mantiene en los más graves peligros y que se revela a lo largo de su Diario como la virtud característica de la infancia.

Este libro es, pues, un Diario. Bien se me alcanza que esta palabra despertará muy legítimas desconfianzas. Una niña de trece años que escribe su Diario. ¿ Se trata de un ejercicio pueril o de un caso de precocidad monstruosa ?. Ni uno ni lo otro. En él no se encuentra parecido alguno, ni rastro, del vago aire de farsa, tal vez inconsciente, que aflora en tantas páginas del Diario de otra muchacha célebre, María Bashkirtseff. La justeza de tono y la verdad que transpiran las cotidianas anotaciones de Ana Frank ahuyentan toda sospecha de “literatura” en la intención de la muchacha, y más aún la suposición de que hayan podido ser retocadas por una persona mayor. El Diario da una sensación de indiscutible autenticidad. De él podría decirse, desde luego, que es un “documento”, si la palabra no sugiriese la idea de algo polvoriento y descolorido.

Ana Frank tenía, pues, trece años. Era bonita y lo sabía, sin conceder al hecho excesiva importancia. Uno puede imaginársela muy bien por poco que haya conocido a alguna de esas muchachas judías apenas salidas de la infancia, cuya inteligencia chispea con una vivacidad que es poco frecuente en las pequeñas “arias” de la misma edad : mordaz, decidida, sensible hasta el punto de ser impresionable, con muchos aspectos de mujer sin dejar de ser verdaderamente una niña. Es esto precisamente, esta mezcla de madurez y de frescor lo que da a este libro su maravilloso encanto. Rara es la página en la que falta un detalle de un tino y una precisión psicológica singular, y seguidamente, una expresión ingenua, una alusión, bastan para recordarnos que la pequeña escritora apenas ha traspuesto los umbrales de la vida y, desde luego, su corazón permanecía todavía intacto a sus tristezas y a sus fealdades.

¿ Qué podía hacer ella en el pequeño mundo constituído por la comunidad de ocho reclusos ?. Leer. Leer sin tregua, al azar, porque los libros no abundaban en su refugio, con la voracidad de los seres jóvenes. Y, sobre todo, observar. Ésta fue la tarea a la que, en definitiva, se consagró, desde luego sin ningún propósito deliberado, únicamente porque las circunstancias le deparaban ancho campo y ella poseía un agudo sentido de la observación.

¿ Observar a quién ?. En primer lugar, a sí misma. Éste es, a mi entender, el elemento más original de todo el Diario: el análisis de su propio ser llevado a cabo por una niña. Ana Frank estaba lejos de la edad en que un adulto, sobre todo si es hombre de letras, al escribir su Diario, posa ante un espejo y piensa en la posteridad. A ella no le importaba nada la posteridad. Escribía para sí misma, nada más que para sí misma, sin recrearse en ello, sin preocuparse de mejorar el retrato, sin el menor deseo de asombrar a nadie. El resultado es un dibujo tan exacto, tan puro, de una conciencia tan de niña que ante algunos de sus trazos uno desea detenerse y decirse a sí mismo: “¡Cuánta verdad debe de haber en esto!”. Difícilmente podrían encontrarse expresiones más justas, más sencillas y menos enfáticas, esta mezcla de “gozo celestial y mortal tristeza”, como diría ella, que define la juventud. El mismo justo tono y la misma tranquila transparencia se observan al tratar de las relaciones de la niña-mujer con los grandes problemas de la femineidad y del amor. Sus páginas sinceras no despiertan el menor pensamiento equívoco en ningún momento y uno no puede por menos que amar y admirar esta pureza.

Desde luego, esta formación que fácilmente se deja ver a lo largo de los dos años que dura el Diario, está influenciada por los factores observados en los seres humanos que Ana tenía ante sí. De todos ellos habla con la misma lucidez apacible. Pero dispuesta a dejarse engañar por los tópicos, incluso sobre los sentimientos familiares, su mirada sagaz penetraba hasta el fondo de los sentimientos ajenos. A pesar de ello, conservaba una confianza en las personas que confirma en ella lo que hemos llamado la virtud de la infancia. No había alcanzado la edad en que se agudiza la tendencia humana a adivinar en el “otro” la huella de la mácula universal. Habla en un tono que demuestra que no había llegado a desesperar de los hombres, ni siquiera de los alemanes, ni de los nazis. Ana Frank ha sido tachada de “amoral”. Ninguna palabra me parece más injusta. Yo veo más bien en ella un corazón intacto.

Uno de los aspectos más interesantes de este testimonio resulta del lugar, no por reducido menos esencial, que ocupan en él los sentimientos religiosos. Es más seguro que los padres de Ana Frank debían pertenecer a esos medios judíos en los que la antigua fidelidad mosaica se reduce a … prácticas tradicionales… En medio del extremo peligro en que la muchacha se encuentra, raramente vuelve sus ojos al Dios de sus padres … para pedirle una protección inmediata. A lo largo del Diario, se la ve leer la Biblia … En ninguna ocasión, los mandamientos de la Ley de Dios, los del Sinaí, aparecen para confirmar o dictar un juicio moral …

Y, sin embargo, en alguna ocasión habla de Dios. Cuando el hecho se produce, lo hace con una tranquilidad y una confianza verdaderamente admirables. Por ejemplo, cuando escribe: “Para el que tiene miedo, se siente solo o desgraciado, el mejor remedio consiste en salir a campo abierto y encontrar un lugar solitario donde estará en comunión con el cielo, con la naturaleza y con Dios. Solamente entonces se experimenta la sensación de que las cosas están bien como están y que Dios quiere ver a los hombres felices en la naturaleza sencilla y hermosa …”. Sería un absurdo encontrar en estas frases solamente el eco de un vago panteísmo. En ellos existe, al contrario, la expresión de un sentimiento de confianza tan puro que no se puede por menos que pensar que Dios le habrá contestado. Por otra parte, poco tiempo antes del drama que debía poner fin al Diario, el día siguiente de una especie de crisis de conciencia que debió de atravesar, escribía: “Dios no me ha abandonado y no me abandonará jamás …”. Estas sencillas palabras bastarían para suscitar el deseo de retener el mensaje del Diario. No fue el Dios de Israel, sino su Hijo, encarnado en la tierra para asumir la condición humana y sus sufrimientos y para dar un nuevo sentido a la esperanza, quien exclamó un día : “Dejad que los niños se acerquen a mí”. El alma inocente de la pequeña Ana Frank era de las que han respondido siempre a la frase del Hijo del Hombre. Dios no la ha abandonado.

En mayo de 1945, mientras nosotros, los franceses, respirábamos ya el aire de la liberación, Ana Frank moría de privaciones y de angustia en el campo de Bergen-Belsen, después de ocho meses de detención. A pesar de las horribles apariencias, a pesar del encarnizamiento de las fuerzas hostiles, ¿hay que dudar de que este Dios que ella definía tan someramente, pero cuya imagen llevaba en el corazón, no la habrá abandonado ?.

Continuación …

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