(RV).- En esta solemnidad de Pentecostés, el Papa Francisco – presidiendo la celebración de la Santa Misa, en la Plaza de San Pedro – culminó la Jornada de los movimientos eclesiales de los cinco continentes, reunidos con el Obispo de Roma, que ya en la Vigilia de este sábado contó con la participación de unos doscientos mil fieles. El Santo Padre concluyó su homilía alentando a invocar con la Virgen María la venida del Espíritu Santo.
(CdM – RV)
Texto completo de la homilía del Santo Padre.
Queridos hermanos y hermanas:
En este día, contemplamos y revivimos en la liturgia la efusión del Espíritu Santo que Cristo resucitado derramó sobre la Iglesia, un acontecimiento de gracia que ha desbordado el cenáculo de Jerusalén para difundirse por todo el mundo.
Pero, ¿qué sucedió en aquel día tan lejano a nosotros, y sin embargo, tan cercano, que llega adentro de nuestro corazón? San Lucas nos da la respuesta en el texto de los Hechos de los Apóstoles que hemos escuchado (2,1-11). El evangelista nos lleva hasta Jerusalén, al piso superior de la casa donde están reunidos los Apóstoles. El primer elemento que nos llama la atención es el estruendo que de repente vino del cielo, «como de viento que sopla fuertemente», y llenó toda la casa; luego, las «lenguas como llamaradas», que se dividían y se posaban encima de cada uno de los Apóstoles.
Estruendo y lenguas de fuego son signos claros y concretos que tocan a los Apóstoles, no sólo exteriormente, sino también en su interior : mente y corazón. Como consecuencia, «se llenaron todos de Espíritu Santo», que desencadenó su fuerza irresistible, con resultados llamativos : «Empezaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía manifestarse». Asistimos, entonces, a una situación totalmente sorprendente : una multitud se congrega y queda admirada porque cada uno oye hablar a los Apóstoles en su propia lengua. Todos experimentan algo nuevo, que nunca había sucedido: «Los oímos hablar en nuestra lengua nativa». ¿Y de qué hablaban? «De las grandezas de Dios».
A la luz de este texto de los Hechos de los Apóstoles, deseo reflexionar sobre tres palabras relacionadas con la acción del Espíritu : novedad, armonía y misión.
1. La novedad nos da siempre un poco de miedo, porque nos sentimos más seguros si tenemos todo bajo control, si somos nosotros los que construimos, programamos, planificamos nuestra vida, según nuestros esquemas, seguridades, gustos. Y esto nos sucede también con Dios. Con frecuencia lo seguimos, acogemos, pero hasta un cierto punto; nos resulta difícil abandonarnos a Él con total confianza, dejando que el Espíritu Santo anime, guíe nuestra vida, en todas las decisiones; tenemos miedo a que Dios nos lleve por caminos nuevos, nos saque de nuestros horizontes con frecuencia limitados, cerrados, egoístas, para abrirnos a los suyos. Pero, en toda la historia de la salvación, cuando Dios se revela, aparece su novedad, trasforma y pide confianza total en Él : Noé, del que todos se ríen, construye un arca y se salva; Abraham abandona su tierra, aferrado únicamente a una promesa; Moisés se enfrenta al poder del faraón y conduce al pueblo a la libertad; los Apóstoles, temerosos y encerrados en el cenáculo, salen con valentía para anunciar el Evangelio. Es la búsqueda de lo nuevo para salir del aburrimiento, como sucede con frecuencia en nuestro tiempo. La novedad que Dios trae a nuestra vida es lo que verdaderamente nos realiza, que nos da la verdadera alegría y serenidad, porque Dios nos ama y siempre quiere nuestro bien. Preguntémonos : ¿Estamos abiertos a las “sorpresas de Dios”? ¿O nos encerramos, con miedo, a la novedad del Espíritu Santo? ¿Estamos decididos a recorrer los caminos nuevos que Dios nos presenta o nos atrincheramos en estructuras caducas, que han perdido la capacidad de respuesta?
2. Una segunda idea : el Espíritu Santo, aparentemente, crea desorden en la Iglesia, porque produce diversidad de carismas y dones; sin embargo, bajo su acción, todo esto es una gran riqueza, porque es el Espíritu de unidad, que no significa uniformidad, sino reconducir todo a la armonía. El Espíritu Santo “ipse harmonia est”. Sólo Él puede suscitar la diversidad, pluralidad, multiplicidad y, al mismo tiempo, realizar la unidad. En cambio, cuando somos nosotros los que pretendemos la diversidad y nos encerramos en nuestros particularismos, exclusivismos, provocamos la división; y los que queremos construir la unidad con planes humanos, terminamos por imponer la uniformidad, homologación. Por el contrario, si nos dejamos guiar por el Espíritu, la riqueza, variedad, diversidad nunca provocan conflicto, porque Él nos impulsa a vivir la variedad en la comunión de la Iglesia. Caminar juntos, guiados por los Pastores, que tienen un especial carisma y ministerio, es signo de la acción del Espíritu Santo; la eclesialidad es una característica fundamental para los cristianos, en cada comunidad y movimiento. La Iglesia es quien trae y lleva a Cristo; los caminos paralelos son peligrosos. Cuando nos aventuramos a ir más allá de la doctrina, y no permanecemos en ella, no estamos unidos al Dios de Jesucristo (cf. 2Jn 9). Así, pues, preguntémonos: ¿Estoy abierto a la armonía del Espíritu Santo, superando todo exclusivismo? ¿Me dejo guiar por Él viviendo en la Iglesia?
3. El último punto. Los teólogos antiguos decían : el alma es una especie de velero y el Espíritu Santo es el viento que sopla para hacerlo avanzar; la fuerza y el ímpetu del viento son sus dones. Sin su gracia, no iríamos adelante porque nos introduce en el misterio del Dios vivo, y nos salvaguarda del peligro de una Iglesia gnóstica y autorreferencial, cerrada en su recinto; nos impulsa a abrir las puertas para salir, anunciar y dar testimonio de la bondad del Evangelio, para comunicar el gozo de la fe y el encuentro con Cristo. El Espíritu Santo es el alma de la misión. Lo que sucedió en Jerusalén hace casi dos mil años no es un hecho lejano, es algo que llega hasta nosotros, que cada uno podemos experimentar. El Pentecostés del cenáculo de Jerusalén es el inicio que se prolonga, el don por excelencia de Cristo resucitado a sus Apóstoles, que Él quiere que llegue a todos. Jesús, como hemos escuchado en el Evangelio, dice : «Yo le pediré al Padre que os dé otro Paráclito, que esté siempre con vosotros» (Jn 14,16). Este es el «Consolador», que da el valor para recorrer los caminos del mundo llevando la buena nueva, nos muestra el horizonte e impulsa a las periferias existenciales para anunciar la vida de Jesucristo. Preguntémonos si tenemos la tendencia a cerrarnos en nosotros mismos, en nuestro grupo, o si dejamos que el Espíritu Santo nos conduzca a la misión.
La liturgia de hoy es una gran oración, que la Iglesia con Jesús eleva al Padre, para que renueve la efusión del Espíritu Santo. Que cada uno de nosotros, grupo y movimiento, en la armonía de la Iglesia, se dirija a Dios para pedirle este don. También hoy, como en su nacimiento, junto con María, la Iglesia invoca : «¡Veni Sancte Spiritus!, llena el corazón de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor». Amén.
Mensaje de Monseñor Rino Fisichella, Presidente del Pontificio Consejo para la Nueva Evangelización.
Santo Padre : ¡Gracias!.
En nombre de todos los movimientos, nuevas comunidades, asociaciones y agregaciones laicales el más sincero y sentido agradecimiento por estos dos días durante los cuales hemos experimentado la fuerza que viene desde lo “alto”.
El Señor Jesús lo prometió a sus discípulos y todos nosotros en perenne continuidad con la fe de siempre, renovada por el agua del Bautismo que da la vida, experimentamos cada día su potencia y sus dones. Esta fuerza es capaz de transformar el corazón, cambiarlo, convertirlo y hacerlo capaz de amar. Un amor que va más allá de nosotros mismos porque, generado por el Crucificado y Resucitado, renovado por la presencia fecunda del Espíritu Santo, nos empuja hacia las periferias de la vida humana y a los confines del mundo.
Santo Padre, ayer por la tarde con tanta espontaneidad unida a la gran pasión evangélica usted ha querido indicar un camino para hacer más fecunda la misión de la variada constelación del laicado en el mundo. Nos ha recordado colocar siempre a Cristo en el centro. La misión de evangelizar con coraje y paciencia, al contrario, debe empujarla a crear una cultura del encuentro para permitir ver y tocar la carne de Cristo. Hoy en esta Santa Eucaristía el Señor Resucitado ha renovado en todos nosotros la fuerza para volver a las respectivas comunidades en las cuales cada día se vive la fe.
Reforzados por el Cuerpo de Cristo que es nuestro alimento, somos conscientes de la gran misión por la cual el Sucesor de Pedro nos ha investido : ser discípulos y misioneros del Señor para que todos los hombres en Él, encuentren la vida. Esta vida es un don y gracia. Consiste en conocer al Padre y vivir la comunión con Él. Es ella que forma las comunidades cristianas y permite hacer experiencia de los frutos de la fe. Estos días, Santo Padre, han sido una ulterior etapa en el camino iniciado con el Concilio Vaticano II. Todas estas realidades eclesiales sienten el tener que empeñarse en la Nueva Evangelización dondequiera el Señor los llame. Cada uno sabe que la peculiaridad de la misión consiste en llevar el Evangelio allí, dónde puede convertirse en sal y luz para los hombres.
Santo Padre, antes de dejarlos en espera de otra cita futura, diríjales las mismas palabras de Pablo a los cristianos de Éfeso : “Ahora los encomiendo al Señor y a la Palabra de su gracia, que tiene poder para construir el edificio y darles la parte de la herencia que les corresponde, con todos los que han sido santificados” (Hch. 20,32). El camino que les espera es difícil y fatigoso. Saben, sin embargo, que pueden contar con la oración y el apoyo del Papa. Los acompañen en su misión los santos y beatos que han hecho posible esta nueva aventura de la Iglesia, en particular el beato Juan XXIII, Juan Pablo II, y desde hace algunos días don Luigi Novarese precursor en esta Iglesia de Roma del movimiento de los voluntarios del sufrimiento. El Señor lo colme de sus dones para confirmar a todos nosotros en la fe.
(Traducción : Griselda Mutual)
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