Ciudad del Vaticano, 12 diciembre 2013 (VIS).- La fraternidad, fundamento y camino para la paz, es el título elegido por Francisco I en su primer Mensaje para la 47 Jornada Mundial de la Paz que se celebra el 1 de enero de 2014. El documento, fechado el 8 de diciembre, festividad de la Inmaculada Concepción, consta de diez puntos, incluidos un breve prólogo y una conclusión.
Texto del mensaje.
1. En este mi primer Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, quisiera desear a todos, a las personas y a los pueblos, una vida llena de alegría y de esperanza. El corazón de todo hombre y de toda mujer alberga en su interior el deseo de una vida plena, de la que forma parte un anhelo indeleble de fraternidad, que nos invita a la comunión con los otros, en los que encontramos no enemigos o contrincantes, sino hermanos a los que acoger y querer.
De hecho, la fraternidad es una dimensión esencial del hombre, que es un ser relacional. La viva conciencia de este carácter relacional nos lleva a ver y a tratar a cada persona como una verdadera hermana y un verdadero hermano; sin ella, es imposible la construcción de una sociedad justa, de una paz estable y duradera. Y es necesario recordar que normalmente la fraternidad se empieza a aprender en el seno de la familia, sobre todo gracias a las responsabilidades complementarias de cada uno de sus miembros, en particular del padre y de la madre. La familia es la fuente de toda fraternidad, y por eso es también el fundamento y el camino primordial para la paz, pues, por vocación, debería contagiar al mundo.
El número cada vez mayor de interdependencias y de comunicaciones que se entrecruzan en nuestro planeta hace más palpable la conciencia de que todas las naciones de la tierra forman una unidad y comparten un destino común. En los dinamismos de la historia, a pesar de la diversidad de etnias, sociedades y culturas, vemos sembrada la vocación de formar una comunidad compuesta de hermanos que se acogen recíprocamente y se preocupan los unos de los otros. Sin embargo, a menudo los hechos, en un mundo caracterizado por la “globalización de la indiferencia”, contradicen y desmienten esa vocación.
En muchas partes del mundo, continuamente se lesionan gravemente los derechos humanos fundamentales, sobre todo el derecho a la vida y a la libertad religiosa. El trágico fenómeno de la trata de seres humanos, con cuya vida y desesperación especulan personas sin escrúpulos, representa un ejemplo inquietante. A las guerras hechas de enfrentamientos armados se suman otras guerras menos visibles, pero no menos crueles, que se combaten en el campo económico y financiero con medios igualmente destructivos de vidas, de familias, de empresas.
La globalización, como ha afirmado Benedicto XVI, nos acerca a los demás, pero no nos hace hermanos. Además, las numerosas situaciones de desigualdad, de pobreza y de injusticia revelan no sólo una profunda falta de fraternidad, sino también la ausencia de una cultura de la solidaridad. Las nuevas ideologías, caracterizadas por un difuso individualismo, egocentrismo y consumismo materialista, debilitan los lazos sociales, fomentando esa mentalidad dela exclusión, que lleva al desprecio y al abandono de los más débiles, de cuantos son considerados “inútiles”.
Al mismo tiempo, es claro que tampoco las éticas contemporáneas son capaces de generar vínculos auténticos de fraternidad, ya que privada de la referencia a un Padre común, como fundamento último, no logra subsistir. Una verdadera fraternidad supone y requiere una paternidad trascendente.
¿Dónde está tu hermano? (Gn 4,9).
2. Para comprender mejor esta vocación del hombre a la fraternidad, para conocer más adecuadamente los obstáculos que se interponen en su realización y descubrir los caminos para superarlos, es fundamental dejarse guiar por el conocimiento del designio de Dios, que nos presenta la Sagrada Escritura.
Según el relato de los orígenes, todos los hombres proceden de unos padres comunes, de Adán y Eva, pareja creada por Dios a su imagen y semejanza (cf. Gn 1,26), de los cuales nacen Caín y Abel. En la historia de la primera familia leemos la génesis de la sociedad, la evolución de las relaciones entre las personas y los pueblos.
Abel es pastor, Caín es labrador. Su identidad profunda y, a la vez, su vocación, es ser hermanos, en la diversidad de su actividad y cultura, de su modo de relacionarse con Dios y con la creación. Pero el asesinato de Abel por parte de Caín deja constancia trágicamente del rechazo radical de la vocación a ser hermanos. Su historia (cf. Gn 4,1-16) pone en evidencia la dificultad de la tarea a la que están llamados todos los humanos, vivir unidos, preocupándose los unos de los otros. Caín, al no aceptar la predilección de Dios por Abel, que le ofrecía lo mejor de su rebaño –”el Señor se fijó en Abel y en su ofrenda, pero no se fijó en Caín ni en su ofrenda” (Gn 4,4-5)–, mata a Abel por envidia. De esta manera, se niega a reconocerlo como hermano, a relacionarse positivamente con él, a vivir ante Dios asumiendo sus responsabilidades de cuidar y proteger al otro. A la pregunta “¿Dónde está tu hermano?”, con la que Dios interpela a Caín pidiéndole cuentas por lo que ha hecho, él responde: “No lo sé; ¿acaso soy yo el guardián de mi hermano?” (Gn 4,9). Después – nos dice el Génesis – “Caín salió de la presencia del Señor” (4,16).
Hemos de preguntarnos por los motivos profundos que han llevado a Caín a dejar de lado el vínculo de fraternidad y, junto con él, el de reciprocidad y de comunión que lo unía a su hermano Abel. Dios mismo denuncia y recrimina a Caín su connivencia con el mal: “El pecado acecha a la puerta” (Gn 4,7). No obstante, Caín no lucha contra el mal y decide igualmente alzar la mano “contra su hermano Abel” (Gn 4,8), rechazando el proyecto de Dios. Frustra así su vocación originaria de ser hijo de Dios y a vivir la fraternidad.
El relato de Caín y Abel nos enseña que la humanidad lleva inscrita en sí una vocación a la fraternidad, pero también la dramática posibilidad de su traición. Da testimonio de ello el egoísmo cotidiano, que está en el fondo de tantas guerras e injusticias: muchos hombres y mujeres mueren a manos de quienes no saben reconocerse como tales, es decir, como seres hechos para la reciprocidad, comunión y don.
Y todos ustedes son hermanos (Mt 23,8).
3. Surge espontánea la pregunta: ¿las personas de este mundo podrán corresponder alguna vez plenamente al anhelo de fraternidad, que Dios Padre imprimió en ellos? ¿Conseguirán, sólo con sus fuerzas, vencer la indiferencia, el egoísmo y el odio, y aceptar las legítimas diferencias que les caracterizan?
Parafraseando sus palabras, podríamos sintetizar así la respuesta que nos da el Señor Jesús: Ya que hay un solo Padre, que es Dios, todos ustedes son hermanos (cf. Mt 23,8-9). La fraternidad está enraizada en la paternidad de Dios. No se trata de una paternidad genérica, indiferenciada e históricamente ineficaz, sino personal, puntual y extraordinariamente concreto de Dios por cada ser humano (cf. Mt 6,25-30). Una paternidad, por tanto, que genera eficazmente fraternidad, porque cuando Dios es acogido, se convierte en el agente más asombroso de transformación de la existencia y de las relaciones con los otros, abriendo a la solidaridad y a la reciprocidad.
Sobre todo, la fraternidad humana ha sido regenerada por Cristo con su muerte y resurrección. La cruz es el “lugar” definitivo donde se funda la fraternidad, que los hombres no son capaces de generar por sí mismos. Jesucristo, que ha asumido la naturaleza humana para redimirla, haciendo la voluntad del Padre hasta la muerte, y una muerte de cruz (cf. Flp 2,8), mediante su resurrección nos constituye en humanidad nueva, en total comunión con Dios, con su proyecto, que comprende la plena realización de la vocación a la fraternidad.
Cristo asume desde el principio el proyecto de Dios, concediéndole el primado sobre todas las cosas. Pero Cristo, con su abandono a la muerte por el Padre, se convierte en principio nuevo y definitivo para todos nosotros, llamados a reconocernos hermanos en Él, es la misma Alianza, el lugar personal de la reconciliación del hombre con Dios y de los hermanos entre sí. En la muerte en cruz de Jesús también queda superada la separación entre pueblos, entre el de la Alianza y de los Gentiles, privado de esperanza porque hasta aquel momento era ajeno a los pactos de la Promesa. Como leemos en la Carta a los Efesios, el Señor reconcilia en sí a todos. Él es la paz, porque de los dos pueblos ha hecho uno solo, derribando el muro de separación que los dividía, la enemistad. Él ha creado en sí mismo un solo pueblo y humanidad (cf. 2,14-16).
Quien acepta la vida de Cristo y vive en Él reconoce al Padre y se entrega totalmente a Él, en consecuencia, siente el llamado a vivir una fraternidad abierta a todos, el otro es aceptado como hijo/a de Dios, no como un extraño, y menos aún como un contrincante o un enemigo, no hay vidas prescindibles. Todos gozan de igual e intangible dignidad, rescatados por la sangre de Cristo, muerto en cruz y resucitado por cada uno de nosotros. Ésta es la razón por la que no podemos quedarnos indiferentes ante la injusticia.
La fraternidad, fundamento y camino para la paz.
4. Teniendo en cuenta todo esto, es fácil comprender que la fraternidad es fundamento y camino para la paz. Las Encíclicas sociales de mis Predecesores aportan una valiosa ayuda en este sentido. Bastaría recuperar las definiciones de paz de la Populorum progressio de Pablo VI o de la Sollicitudo rei socialis de Juan Pablo II. En la primera, encontramos que el desarrollo integral de los pueblos es el nuevo nombre de la paz. En la segunda, que la paz es opus solidaritatis.
Pablo VI afirma que no sólo entre las personas, sino también entre las naciones, debe reinar un espíritu de fraternidad. Y explica: “En esta comprensión mutua, en esta comunión sagrada, debemos […] actuar a una para edificar el porvenir común de la humanidad”. Este deber concierne en primer lugar a los más favorecidos. Sus obligaciones hunden sus raíces en la fraternidad humana y sobrenatural, y se presentan bajo un triple aspecto: el deber de solidaridad, que exige que las naciones ricas ayuden a los países menos desarrollados; el deber de justicia social, que requiere el cumplimiento en términos más correctos de las relaciones defectuosas entre pueblos fuertes y débiles; el deber de caridad universal, que implica la promoción de un mundo más humano, en donde todos tengan algo que dar y recibir, sin que el progreso de unos sea un obstáculo para el desarrollo de los otros.
Asimismo, si se considera la paz como opus solidaritatis, no se puede soslayar que la fraternidad es su principal fundamento. La paz – afirma Juan Pablo II – es un bien indivisible. O es de todos o no es de nadie. Sólo es posible alcanzarla realmente, como mejor calidad de vida y desarrollo más humano y sostenible, si se asume en la práctica, una “determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común. Lo cual implica no dejarse llevar por el “afán de ganancia” o por la “sed de poder”. Es necesario estar dispuestos por el otro en lugar de explotarlo, y a servirlo en lugar de oprimirlo para el propio provecho […] Cualquier persona, pueblo o nación – no [puede ser considerado] como un instrumento cualquiera para explotar a bajo coste su capacidad de trabajo y resistencia física, abandonándolo cuando ya no sirve, sino como un semejante nuestro, una ayuda.
La solidaridad cristiana entraña que el prójimo sea “un ser humano con sus derechos y su igualdad fundamental con todos”, “la imagen viva de Dios Padre, rescatada por la sangre de Jesucristo y puesta bajo la acción permanente del Espíritu Santo”. “Entonces la conciencia de la paternidad común de Dios, de la hermandad de todos los hombres en Cristo, de la presencia y acción vivificadora del Espíritu Santo, conferirá – recuerda Juan Pablo II – a nuestra mirada sobre el mundo un nuevo criterio para interpretarlo”, para transformarlo.
La fraternidad, premisa para vencer la pobreza.
5. En la Caritas in veritate, mi Predecesor recordaba al mundo entero que la falta de fraternidad entre los pueblos es una causa importante de la pobreza. En muchas sociedades experimentamos una profunda pobreza relacional debida a la carencia de sólidas relaciones familiares y comunitarias. Asistimos con preocupación al crecimiento de distintos tipos de descontento, de marginación, de soledad y a variadas formas de dependencia patológica. Una pobreza como ésta sólo puede ser superada redescubriendo y valorando las relaciones fraternas en el seno de las familias y de las comunidades, compartiendo las alegrías y los sufrimientos, las dificultades y los logros que forman parte de la vida de las personas.
Además, si por una parte se da una reducción de la pobreza absoluta, por otra parte no podemos dejar de reconocer un grave aumento de la pobreza relativa, es decir, de las desigualdades entre personas y grupos que conviven en una determinada región o en un contexto histórico-cultural. En este sentido, se necesitan también políticas eficaces que promuevan el principio de la fraternidad, asegurando a las personas – iguales en su dignidad y en sus derechos fundamentales – el acceso a los “capitales”, a los servicios, a los recursos educativos, sanitarios, tecnológicos, de modo que todos tengan la oportunidad de expresar y realizar su proyecto de vida, y puedan desarrollarse plenamente como personas.
También se necesitan políticas dirigidas a atenuar una excesiva desigualdad de la renta. No podemos olvidar la enseñanza de la Iglesia sobre la llamada hipoteca social, según la cual, aunque es lícito, como dice Santo Tomás de Aquino, e incluso necesario, “que el hombre posea cosas propias” , en cuanto al uso, no las tiene “como exclusivamente suyas, sino también como comunes, en el sentido de que no le aprovechen a él solamente, sino también a los demás”.
Finalmente, hay una forma más de promover la fraternidad y así vencer la pobreza. Es el desprendimiento de quien elige vivir estilos de vida sobrios y esenciales, de quien, compartiendo las propias riquezas, consigue así experimentar la comunión fraterna con los otros. Esto es fundamental para seguir a Jesucristo y ser auténticamente cristianos. No se trata sólo de personas consagradas que hacen profesión del voto de pobreza, sino también de muchas familias y ciudadanos responsables, que creen firmemente que la relación fraterna con el prójimo constituye el bien más preciado.
El redescubrimiento de la fraternidad en la economía.
6. Las graves crisis financieras y económicas – que tienen su origen en el progresivo alejamiento de Dios y del prójimo, en la búsqueda insaciable de bienes materiales, por un lado, y en el empobrecimiento de las relaciones interpersonales y comunitarias, por otro – han llevado a muchos a buscar el bienestar, la felicidad y la seguridad en el consumo y la ganancia más allá de la lógica de una economía sana. Ya en 1979 Juan Pablo II advertía del “peligro real y perceptible de que, mientras avanza enormemente el dominio sobre el mundo, se pierden los hilos esenciales, y de diversos modos su humanidad queda sometida, y ella misma se hace objeto de múltiple manipulación, aunque a veces no directamente perceptible, a través de toda la organización de la vida comunitaria, del sistema de producción, de la presión de los medios de comunicación social”.
El hecho de que las crisis económicas se sucedan una detrás de otra debería llevarnos a las oportunas revisiones de los modelos de desarrollo económico y a un cambio en los estilos de vida. La crisis actual, con graves consecuencias para la vida de las personas, puede ser, sin embargo, una ocasión propicia para recuperar las virtudes de la prudencia, de la templanza, de la justicia y de la fortaleza. Estas virtudes nos pueden ayudar a superar los momentos difíciles y a redescubrir los vínculos fraternos que nos unen unos a otros, con la profunda confianza de que se tiene necesidad y capacidad de algo más que desarrollar al máximo su interés individual. Sobre todo, estas virtudes son necesarias para construir y mantener una sociedad a medida de la dignidad humana.
La fraternidad extingue la guerra.
7. Durante este último año, muchos de nuestros hermano/as han sufrido la experiencia denigrante de la guerra, que constituye una grave y profunda herida infligida a la fraternidad.
Muchos son los conflictos armados que se producen en medio de la indiferencia general. A todos cuantos viven en tierras donde las armas imponen terror y destrucción, les aseguro mi cercanía personal y la de toda la Iglesia. Ésta tiene la misión de llevar la caridad de Cristo también a las víctimas inermes de las guerras olvidadas, mediante la oración por la paz, el servicio a los heridos, a los que pasan hambre, a los desplazados, a los refugiados y a cuantos viven con miedo. Además la Iglesia alza su voz para hacer llegar a los responsables el grito de dolor de esta humanidad sufriente y para hacer cesar, junto a las hostilidades, cualquier atropello o violación de los derechos fundamentales del hombre.
Por este motivo, deseo dirigir una encarecida exhortación a cuantos siembran violencia y muerte con las armas: Redescubran, en quien hoy consideran sólo un enemigo al que exterminar, a su hermano y no alcen su mano contra él. Renuncien a la vía de las armas y vayan al encuentro del otro con el diálogo, y la reconciliación para reconstruir a su alrededor la justicia, la confianza y la esperanza. “En esta perspectiva, parece claro que en la vida de los pueblos los conflictos armados constituyen siempre la deliberada negación de toda posible concordia internacional, creando divisiones profundas y heridas lacerantes que requieren muchos años para cicatrizar. Las guerras constituyen el rechazo práctico al compromiso por alcanzar metas económicas y sociales”.
Sin embargo, mientras haya una cantidad tan grande de armamentos en circulación como hoy en día, nuevos pretextos iniciarán las hostilidades. Por eso, hago mío el llamamiento de mis Predecesores a la no proliferación de las armas y al desarme de parte de todos, comenzando por el desarme nuclear y químico.
No podemos dejar de constatar que los acuerdos internacionales y las leyes nacionales, aunque son necesarias, no son suficientes por sí solas para proteger a la humanidad del riesgo de los conflictos armados. Se necesita una conversión que permita a cada uno reconocer en el otro un hermano del que preocuparse, con el que colaborar para construir una vida plena para todos. Éste es el espíritu que anima muchas iniciativas de la sociedad civil, entre las que se encuentran las de las organizaciones religiosas. Espero que el empeño cotidiano de todos siga dando fruto y que se pueda lograr también la efectiva aplicación en el derecho internacional, porque la paz es un derecho humano fundamental, condición necesaria para su ejercicio.
La corrupción y el crimen organizado se oponen a la fraternidad.
8. El horizonte de la fraternidad antecede al desarrollo integral de la humanidad. Las justas expectativas de la persona, no se pueden frustrar y ultrajar, no se puede defraudar la esperanza de poder realizarlas. La fraternidad genera paz social, porque crea un equilibrio entre libertad y justicia, entre responsabilidad personal y solidaridad, entre el bien de los individuos y el bien común. Y una comunidad política debe favorecer todo esto con trasparencia y responsabilidad. Los ciudadanos deben sentirse representados por los poderes públicos sin menoscabo de su libertad. En cambio, a menudo, entre ciudadano e instituciones, se infiltran intereses de parte que deforman su relación, propiciando la creación de un clima perenne de conflicto.
Un auténtico espíritu de fraternidad vence el egoísmo individual que impide que las personas puedan vivir en libertad y armonía entre sí. Ese egoísmo se desarrolla socialmente tanto en las múltiples formas de corrupción, hoy tan capilarmente difundidas, como en la formación de las organizaciones criminales, desde los grupos pequeños a aquellos que operan a escala global, que, minando profundamente la legalidad y la justicia, hieren el corazón de la dignidad de la persona. Estas organizaciones ofenden gravemente a Dios, perjudican y dañan a la creación, más todavía cuando tienen connotaciones religiosas.
Pienso en el drama lacerante de la droga, con la que algunos se lucran despreciando las leyes morales y civiles, en la devastación de los recursos naturales y en la contaminación, en la tragedia de la explotación laboral; pienso en el blanqueo ilícito de dinero así como en la especulación financiera, que a menudo asume rasgos perjudiciales y demoledores para enteros sistemas económicos y sociales, exponiendo a la pobreza a millones de hombres y mujeres; pienso en la prostitución que cada día cosecha víctimas inocentes, sobre todo entre los más jóvenes, robándoles el futuro; pienso en la abominable trata de seres humanos, en los delitos y abusos contra los menores, en la esclavitud que todavía difunde su horror en muchas partes del mundo, en la tragedia frecuentemente desatendida de los emigrantes con los que se especula indignamente en la ilegalidad. Juan XXIII escribió al respecto: “Una sociedad que se apoye sólo en la razón de la fuerza ha de calificarse de inhumana. En ella, efectivamente, la humanidad se ve privada de su libertad, en vez de sentirse animada al progreso de la vida”. Me gustaría que esto fuese un mensaje de confianza para todos, porque Dios quiere que el pecador, se convierta y viva (cf. Ez 18,23).
En el contexto amplio del carácter social, por lo que se refiere al delito y a la pena, también hemos de pensar en las condiciones de muchas cárceles, donde el recluso a menudo queda impedido de cualquier voluntad y expresión de redención. La Iglesia hace mucho en este ámbito, la mayor parte de las veces en silencio con la esperanza de que dicha iniciativa, también sea cada vez más apoyada leal y honestamente por los poderes civiles.
La fraternidad ayuda a proteger y a cultivar la naturaleza.
9. La humanidad ha recibido del Creador un don en común : la naturaleza. La visión cristiana de la creación conlleva un juicio positivo sobre la licitud de las intervenciones para sacar provecho de ella, a condición de obrar responsablemente, es decir, acatando aquella “gramática” que lleva inscrita, y usando sabiamente los recursos en beneficio de todos, respetando la finalidad y la utilidad de todos los seres vivos y su función en el ecosistema. En definitiva, la naturaleza está a nuestra disposición, y nosotros estamos llamados a administrarla responsablemente. En cambio, a menudo impera la codicia, por la soberbia del dominar, del tener, del manipular, del explotar; no se custodia, respeta, no es considerada un don gratuito que tenemos que cuidar y poner al servicio de los demás, también de las generaciones futuras.
En particular, el sector agrícola es el primario de producción con la vocación vital de cultivar y proteger los recursos naturales para alimentar a la humanidad. A este respecto, la persistente vergüenza del hambre en el mundo me lleva a compartir con ustedes la pregunta: ¿cómo usamos los recursos de la tierra? Las sociedades actuales deberían reflexionar sobre la jerarquía en las prioridades a las que se destina la producción. De hecho, es un deber de obligado cumplimiento que se utilicen los recursos de la tierra de modo que nadie pase hambre. Las iniciativas y las soluciones posibles son muchas y no se limitan al aumento de la producción. Es de sobra sabido que la actual es suficiente y, sin embargo, millones de personas sufren y mueren de hambre, y eso constituye un verdadero escándalo. Es necesario encontrar los modos para que todos se puedan beneficiar de los frutos de la tierra, no sólo para evitar que se amplíe la brecha con el que más tiene, sino también, y sobre todo, por una exigencia de justicia, de equidad y de respeto hacia el ser humano. En este sentido, quisiera recordar a todos el necesario destino universal de los bienes, que es uno de los principios clave de la doctrina social de la Iglesia. Respetar este principio es la condición esencial para posibilitar un efectivo y justo acceso a los bienes básicos y primarios que se necesitan y a los que se tiene derecho.
Conclusión.
10. La fraternidad tiene necesidad de ser descubierta, experimentada, anunciada y testimoniada. Pero sólo la caridad de Dios nos permite acoger y vivir la fraternidad.
El necesario realismo en la política y economía, porque no pueden reducirse a un tecnicismo privado de ideales, que ignora la dimensión trascendente del ser humano. Cuando falta esta apertura a Dios, toda actividad humana se vuelve más pobre y las personas quedan reducidas a objetos de explotación. Sólo si aceptan moverse en el amplio espacio asegurado por esta apertura a Dios, la política y la economía conseguirán estructurarse sobre la base de un auténtico espíritu de caridad fraterna y podrán ser instrumentos eficaces de desarrollo humano integral y de paz.
Los cristianos creemos que a cada uno de nosotros se nos ha dado una gracia según la medida del don de Cristo, para la utilidad común (cf. Ef 4,7.25; 1 Co 12,7). El hijo de Dios ha venido al mundo para traernos la gracia divina, es decir, la posibilidad de participar en su vida. Esto lleva consigo un entramado de relaciones fraternas, basadas en la reciprocidad, que ha ofrecido a la humanidad Aquel que crucificado y resucitado, nos ha salvado y nos ha dejado un mandamiento nuevo: que se amen unos a otros como yo les he amado. Esta es la señal por la que conocerán todos que son discípulos míos (Jn 13,34-35). Ésta es la buena nueva que reclama de cada uno de nosotros un paso adelante, un ejercicio perenne de empatía, de escucha del sufrimiento y de la esperanza del otro, también del más alejado, poniéndonos en marcha por el camino exigente que se gasta gratuitamente por el bien común.
“Dios mandó a su Hijo al mundo para que se salve por Él” (Jn 3,17). “El primero entre ustedes pórtese como el menor, y el que gobierna, como el que sirve” – dice Jesucristo – “yo estoy en medio de ustedes como el que sirve” (Lc 22,26-27). Así pues, toda actividad debe distinguirse por una actitud de servicio a las personas. El servicio es el alma de esa fraternidad que edifica la paz.
Que María, la Madre de Jesús, nos ayude a comprender y a vivir cada día la fraternidad que brota del corazón de su Hijo, para llevar paz a esta tierra nuestra.
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