Oración Mental.
“La Práctica de la Oración Mental” del gran maestro de espíritu, el Padre Jesuita R. de Maumigny, es un tratado sobre oración ordinaria y extraordinaria, que en su primera edición apareció en el año 1934, reproducimos aquí los capítulos referentes a los métodos de oración en los sapientísimos Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola, a partir de la 4ª edición española, publicada en 1962 por la Editorial Razón y Fe S.A. de la Cía. de Jesús en Madrid (España).
Métodos de Oración en los Ejercicios de San Ignacio (Fundador de la Compañía de Jesús).
Cap. I. Primer método de oración llamado meditación de las tres potencias del alma.
Cap. II. Segundo método de oración llamado contemplación.
Cap. III. Método de oración llamado aplicación de los cinco sentidos.
Cap. IV. Método de oración llamado segunda manera de orar.
Cap. V. Método de oración llamado tercera manera de orar.
Cap. VI. Cualquiera que sea el método de oración seguido, apliquémonos con diligencia a la familiaridad con Dios.
Cap. VII. La regla que debe regir toda oración es el seguir la moción de la gracia, con el consejo de un director experimentado.
CAP. I.
Primer método de oración, llamado meditación de las tres potencias del alma.
Este método comienza por los tres actos preliminares, que jamás se han de omitir en ninguna clase de oración, a saber: ponerse en la presencia de Dios, adorarle, pedirle gracia para hacer bien la meditación que vamos a hacer.
Siguen a continuación dos preludios, el primero de los cuales es la composición de lugar o representación imaginativa del misterio, que reporta dos grandes bienes: el de fijar la atención e impedirla divagar por materias extrañas a la meditación, y el de contribuir a excitar en el entendimiento pensamientos saludables, y en la voluntad piadosos afectos. Esta representación imaginativa tiene una importancia secundaria; no conviene, por tanto, detenerse en ella mucho tiempo, pues se haría de lo accesorio lo principal y del medio el fin.
El segundo preludio consiste en pedir la gracia que se desea conseguir por medio de la meditación; por ejemplo: un dolor intenso a la vista de los pecados; un vivo sentimiento de gratitud ante el pensamiento de que me han sido perdonados; el conocimiento de nuestra extrema bajeza, opuesta a la grandeza infinita de Dios; el conocimiento y el amor del espíritu de Jesucristo Nuestro Señor, directamente opuesto al del mundo, etc.
Hechos estos preludios, se da comienzo al ejercicio mismo, que San Ignacio llama meditación de las tres potencias del alma. Quiere indicar por estas palabras que las tres principales facultades de nuestra alma deben tomar parte en ella; la memoria, para ayudar al entendimiento en sus raciocinios; el entendimiento, para excitar en la voluntad afectos y resoluciones.
El ejercicio de la memoria consiste en recordar los pensamientos escogidos en la preparación de la meditación, para profundizar más en ellos durante la meditación; se les llama puntos de la meditación. Así, en la meditación sobre el pecado de los ángeles, estos puntos pueden ser tres: cómo los ángeles fueron creados en el estado de inocencia; cómo se negaron a prestar a su Creador la obediencia que le debían, y cómo fueron precipitados del cielo al infierno.
El ejercicio del entendimiento consiste en reflexionar sobre cada uno de estos puntos, a fin de deducir de cada uno de ellos conclusiones, tanto teóricas como prácticas, aptas para purificar el alma y unirla con Dios. Por ejemplo, para profundizar más en el tercer punto: Cómo los ángeles fueron precipitados en el infierno, se pueden hacer las siguientes consideraciones.
1. El castigo de los ángeles rebeldes es infinito, porque, por una parte, lleva consigo la pérdida del cielo, cuya felicidad sobrepasa a todo cuanto se pueda imaginar, y, por otra, el fuego espantoso del infierno con su eterna desesperación. La malicia del pecado es, por tanto, infinita, ya que el castigo no es mayor que la falta.
2. Si esta primera consideración no pareciese suficiente para profundizar en la materia, se puede añadir esta segunda: ¿ Quiénes son los así castigados ?. Son espíritus celestiales, la obra más excelente de la Creación, en la que la divina Sabiduría repartió con efusión los tesoros de la naturaleza y de la gracia. Ahora bien: si yo he sido perdonado por Dios, no ha sido en vista de lo bueno que hay en mí, sino a causa de su predilección totalmente gratuita.
3. Si tampoco esta consideración bastara, se podría hacer una tercera: ¿ Cuánto tiempo tuvieron los ángeles culpables para arrepentirse ?. Ninguno, porque, con la rapidez del rayo, Dios los precipitó en el fuego eterno del infierno. ¡ Y Dios me concede a mí años para arrepentirme !. ¡ Qué misericordia !.
Basten estas consideraciones, cuyo número todavía se podría aumentar, para demostrar cómo puede el entendimiento discurrir sobre un punto propuesto, de modo general, por la memoria. Pero téngase presente este principio verdaderamente de oro, al que San Ignacio concede la mayor importancia: Porque no el mucho saber harta y satisface al ánima; mas el gusto de las cosas, internamente. En el punto en el cual hallare lo que quiero, ahí me reposaré, sin tener ansia de pasar adelante hasta que me satisfaga (Ejercicios espirituales, 2ª anotación y 4ª adición).
Tratemos del ejercicio de la voluntad.
Su oficio es el de excitar afectos conformes con la materia escogida y tomar serias resoluciones en la presencia de Dios. Los afectos principales son: el de dolor y pesar de las faltas, los actos de humildad, confianza, petición, agradecimiento, alabanza, ofrecimiento, conformidad con la divina voluntad, etc … Cuanto a las resoluciones que ha de tomar, han de ser prácticas, es decir, seriamente enderezadas a la reforma de la vida y a la adquisición de las virtudes sólidas. Los afectos y las resoluciones constituyen la parte principal de la meditación, ya que, al fin y al cabo, por medio de la voluntad reformamos la vida y nos unimos a Dios.
De esto se desprende una conclusión. Si alguien se siente inclinado a los afectos, después de profundizar en un solo punto propuesto por la memoria, se ha de entregar sin temor a esta moción. Del mismo modo, si el solo recuerdo vago de un punto es suficiente para despertar en el corazón afectos fervorosos, se debe omitir desde el principio todo discurso del entendimiento. Obrar de modo contrario sería hacer del medio fin y emprender el camino cuando se debiera haber terminado. Finalmente, en toda hipótesis se deben interrumpir, de tiempo en tiempo, las reflexiones para hacer algún piadoso coloquio. San Ignacio define el coloquio de la siguiente manera:
El coloquio se hace propiamente hablando, así como un amigo habla a otro, o un siervo a su señor, cuándo pidiendo alguna gracia, cuándo culpándose por algún mal hecho, cuándo comunicando sus cosas y queriendo consejo de ellas (Ejercicios espirituales, 1ª sem., 1ª medit.).
La meditación se termina con un coloquio especial, por el que presentamos a Dios nuestras resoluciones para que las bendiga, y le pedimos la gracia necesaria para cumplirlas.
CAP. II.
Segundo método de oración, llamado contemplación.
Este método consiste en una manera de meditación sencilla, afectiva y reposada.
Es meditación, porque no queda exento en ella el entendimiento de cierto trabajo (Véase el Directorio de los Ejercicios, capítulos 19, 20, 21, 35, 36, en los que la palabra meditación sustituye siempre a la palabra contemplación. El Directorio es una explicación de los Ejercicios, hecha por contemporáneos de San Ignacio, eminentes en ciencia, piedad y experiencia. Su redacción, empezada dos años después de la muerte del santo, se perfeccionó durante cuarenta años y goza de una autoridad sin igual en la interpretación de los Ejercicios).
Es sencilla, porque en ella las consideraciones son poco variadas. Se prefiere saborear en ella espiritualmente unas pocas verdades, porque no el mucho saber harta y satisface el alma; mas el sentir y gustar de las cosas, eternamente (Ejercicios espirituales, 2ª anotación).
Es afectiva, porque los afectos, más o menos variados según el toque de la gracia, juegan en ella papel muy importante.
Es reposada porque se hace con poco trabajo.
No quiero con esto decir que no se ha de hacer ningún esfuerzo serio para penetrar en las cosas divinas, porque cuanto más ama uno una cosa, más desea conocer lo que hay de más íntimo en ella. Pero éste es un trabajo amado, y, por tanto, exento de cansancio. ¨Cuando se ama – dice San Agustín -, no se trabaja, o se ama el trabajo¨ (In eo quod amatur, aut non laboratur, aut et labor amatur – De bono viduitatis, cap. 21. ML. 40, 448).
Por lo que hace a la palabra contemplación, diré que ha sido felizmente escogida por San Ignacio. En efecto, contemplar un objeto es considerarle sin apresuramientos y excitando afectos al mismo tiempo; esto es lo que en la contemplación tiene lugar respecto de los misterios divinos.
Tal es el método de contemplación de los Ejercicios, que se puede aplicar a toda verdad revelada. San Ignacio creyó referible no usarlo sino en las perfecciones divinas y en los misterios de la vida de Jesucristo Nuestro Señor. En este último caso se puede recurrir a ciertas industrias especiales muy útiles, que vamos a exponer.
La oración preparatoria se hace como antes lo hemos dicho; consiste en ponerse en la presencia de Dios, adorarle y pedirle al Espíritu Santo gracia para hacer bien el ejercicio que vamos a empezar.
El primer preludio consiste en ejercitar la memoria repasando, como en perspectiva, el misterio, con su división en tres puntos, según el Evangelio.
El segundo preludio es la composición del lugar o representación imaginaria del marco en que se desarrolla el misterio. San Ignacio había ido a Tierra Santa: hubiera podido dar detalles preciosos sobre la gruta de Belén, la santa casa de Nazareth, el Calvario, etc. Sin embargo, no lo hace, contentándose con decir, por ejemplo: Mirando el lugar o espelunca del nacimiento, cuán grande, cuán pequeño, cuán bajo, cuán alto y cómo estaba aparejado. Probablemente, la razón de ello pudiera, tal vez, ser la siguiente: un cuadro muy detallado y preciso parecería dar demasiada importancia a una cosa secundaria.
El tercer preludio consiste en pedir la gracia que se quiere alcanzar. En la vida oculta y en la vida pública de Jesucristo Nuestro Señor, pediré: Conocimiento interno del Señor, que por mí se ha hecho hombre, para que más le ame y le siga. En los misterios dolorosos de la Pasión: Dolor con Cristo doloroso, quebranto con Cristo quebrantado, lágrimas, pena interna de tanta pena que Cristo pasó por mí. En los misterios gloriosos de la Resurección: Gracia para alegrarme intensamente de tanta gloria y gozo de Cristo Nuestro Señor.
Después de estos preludios, que generalmente no han de durar más que algunos minutos, se entra en la meditación propiamente dicha. San Ignacio dice, con mucha razón, que consideremos tres cosas: las personas, las palabras y las acciones. En efecto, la contemplación es una visita que hacemos a Nuestro Señor en uno de los misterios de su vida mortal: en una visita se trata naturalmente con la persona a quien se visita, y se consideran sus palabras y sus acciones.
1º. Comtemplar las personas.
La doctrina de los Ejercicios, por lo que se refiere a la contemplación de las personas, se puede resumir en las tres observaciones siguientes:
A) San Ignacio aconseja que se contemple el misterio, no como si se hubiera verificado hace diecinueve siglos, sino como si se estuviera verificando ante nuestros ojos. Este es, efectivamente, un medio excelente para meditar con más atención, gusto, confianza, reverencia y amor, y, por tanto, para alcanzar gracias más abundantes. Se da, es verdad, en esta suposición algo ficticio, a saber: que el misterio sucede ante nuestros ojos; pero se da igualmente algo real, y es la gracia ligada al misterio, que no varía. Jamás podremos convencernos suficientemente de esto: de que después de los misterios del pesebre y del Calvario, la mano de Dios no se ha abreviado: Non est abbreviata manus Domini (Is., 59,1). ¡Oh!. Si se nos dijera: Dentro de ocho días podrás asistir al nacimiento del Hijo de Dios en la tierra, llevaríamos cuenta de las horas y de los minutos; la alegría y la esperanza llenarían de tal modo nuestro corazón, que desterrarían de él toda preocupación de la tierra, y no perdonaríamos sacrificio, por duro que fuera, a trueque de gozar de tal favor. Avivemos nuestra fe, y entreguémonos de lleno y sin reserva a estos sentimientos; de este modo la hora de la meditación será para nosotros hora de bendiciones.
Pero no es esto todo. San Ignacio quiere que al contemplar el misterio no nos hallemos como simples espectadores, sino que desea que tomemos parte activa en él. Así, en la contemplación de la Natividad, dice: … ver a Nuestra Señora y a José y a la ancila y al Niño Jesús, después de ser nacido, haciéndome yo un pobrecito y esclavito indigno, mirándolos y sirviéndolos en sus necesidades, como si presente me hallase, con todo acatamiento y reverencia posible.
Santa industria, apta, sobre cuanto se puede encarecer, para producir el conocimiento íntimo y el amor ardiente hacia nuestro divino Rey Jesús. En efecto, sirviendo en su casa a la persona a quien se venera y se ama, es como se la conoce y se la ama más y más.
B) San Ignacio encomienda que se busque en la contemplación no un conocimiento cualquiera, sino un conocimiento íntimo, del divino Maestro; y con razón, ya que este conocimiento es el medio más eficaz para alcanzar la familiaridad divina, fuente de todos los bienes. Según un axioma conocido, es propio de la amistad el infundirse mutuamente los amigos sus ideas y sentimientos. ¿ Quién podrá, pues, según esto, describir las maravillosas virtudes nacidas en un corazón unido en santa familiaridad con nuestro dulce Salvador ?.
C) Se han de considerar no sólo los encantos incomparables de la Santísima Humanidad de Nuestro Señor, sino también las perfecciones infinitas de su Divinidad. De esta doble vista nacerá una admiración llena de amor y fecundísima en frutos de santidad.
2º. Oir las palabras.
Este segundo punto es de grandísima importancia. En efecto, la materia habitual de nuestras contemplaciones nos la ha de proporcionar el Evangelio; este libro, admirable entre todos, consta, en su mayor parte, de palabras del divino Maestro. Estas palabras benditas son luz, belleza y potencia incomparables. Digamos algo sobre cada una de estas propiedades, que debemos siempre tener ante la vista al contemplar estos misterios.
A) Las palabras de Cristo Nuestro Señor son maravillosamente luminosas: Yo soy – dice Él – la luz del mundo; el que me sigue, no anda en tinieblas, sino que tendrá luz de la vida: Ego sum lux mundi: qui sequitur me non ambulat in tenebris, sed habedit lumem vitae (In., 8, 12). Para explotar una mina de oro, se excava la tierra en todas direcciones; para no perder nada del tesoro de la divina luz no se ha de perdonar a reflexión ni a razonamiento. Ciertamente el trabajo del entendimiento debe ser tranquilo, pero la ausencia de la agitación no excluye la aplicación del espíritu.
Por eso San Ignacio dice: El segundo modo de orar es que la persona… diga Pater y esté en la consideración de esta palabra tanto tiempo cuanto halla significaciones, comparaciones, gusto y consolación; y también: Si la persona que contempla el Pater noster hallare en una palabra o en dos tan buena materia que pensar y gusto y consolación, no se cure pasar adelante, aunque se acabe la hora en aquello que halla (Ejercicios espirituales, segundo modo de orar). Conforme a este principio, el santo no pone para cada contemplación sino tres o cuatro sentencias, aunque se trate de los discursos más largos del divino Mestro; tan convencido estaba de que una sola palabra, bien ponderada, proporciona más materia que muchas consideradas superficialmente.
Hay, sin embargo, un caso que sale de esta regla general, y es cuando una luz especial del Espíritu Santo suple en gran parte el raciocinio. Si la persona que contempla – dice el santo autor -, hallando alguna cosa … quier sea en cuanto el entendimiento es ilucidado por la virtud divina, es de más fruto y gusto espiritual (Ejercicios espirituales, 2ª anotación).
La Imitación de Cristo dice en el mismo sentido:
¨Yo (Dios) soy el que enseño al hombre la ciencia, y doy más claro entendimiento a los pequeños que ningún hombre puede enseñar… Yo soy el que enseña a despreciar lo terreno y aborrecer lo presente, buscar y saber lo eterno, huir las honras, sufrir los estorbos, poner toda la esperanza en Mí, y fuera de Mí no desear nada y amarme ardientemente sobre todas las cosas¨ (Imitación de Cristo, 1.3, cap. 43, 2, 3).
B) Las palabras de Nuestro Señor son de una deliciosa belleza. Todos – dice San Lucas – estaban pasmados de las palabras de gracia que salían de su boca : Omnes… mirabantur in verbis gratiae quae procedebant de ore ipsius (Lc., 4, 22); y los satélites de los fariseos, enviados para prender a Jesús, volvieron diciendo – Jamás un hombre habló como este hombre – : Nunquam sic locutus est homo, sicut hic homo (In., 7, 46).
El lenguaje del divino Maestro encierra, junto con una sencillez inimitable, una profundidad tan grande, que hasta el fin de los siglos se descubrirán en Él nuevas maravillas; y una elevación tan sublime, que sólo en el cielo nos será dado comprenderla. Es una elocuencia divina, cuyos encantos sobrepasan infinitamente toda palabra humana.
Habremos, pues, de concluir: que si las palabras de Nuestro Señor encierran tantas bellezas, hemos de aprovecharnos de ellas para hacer que brote en nuestras almas una admiración fecunda en frutos de santidad personal y de celo apostólico.
C) Las palabras del divino Maestro son todopoderosas. Una sola de ellas: Si quieres ser perfecto, vete, vende lo que tienes y dalo a los pobres, bastó para llevar a San Antonio al desierto (Breviario, 17 de enero). Otra: No poseáis oro, ni plata, ni dos túnicas, ni calzado, fue suficiente para santificar a un San Francisco de Asís (Breviario, 4 de octubre).
No hay alma tan abatida que no reanime, ni corazón tan frío que no caliente, porque es la misma verdad la que ha dicho: Venid a Mí todos los que estáis trabajados y cargados que Yo os aliviaré: Venite ad me omnes qui laboratis et onerati estis, et ego reficiam vos (Mt., 11, 28); y también: Fuego vine a traer a la tierra, y ¿ qué quiero sino que arda ?: Ignem veni mittere in terram, et quid volo nisi ut accendatur ? (Lc., 12, 49).
Como se ve, las palabras de nuestro dulcísimo Salvador no nos señalan sólo el camino que conduce al cielo, sino que nos comunican una fuerza abundante y superabundante para recorrer el mismo camino. ¡ Qué de maravillas de santificación encontraríamos en estas palabras benditas si conociésemos el don de Dios !.
Pero no hemos de olvidar que esta doctrina tan luminosa, tan bella, tan poderosa, no podrá ser entendida sin un rayo de luz celestial; es lo que Jesús decía a sus queridos discípulos la víspera de su muerte: El Espíritu consolador que mi Padre enviará en mi nombre lo enseñará todo y os recordará cuantas cosas os tengo dichas: Spiritus Sanctus quem mittet Pater in nomine meo, ille vos docebit omnia et suggeret vobis omnia quaecumque dixero vobis (In., 14, 26). Es, pues, necesario que al contemplar las palabras del Evangelio, elevemos frecuentemente el corazón al Espíritu Santo para implorar su luz. Conviene, además, dirigirse a Jesucristo Nuestro Señor, para que Él comunique a sus palabras un calor que nos inflame y nos haga decir como a los discípulos de Emaús: ¿ No es verdad que sentíamos abrasarse nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras ?: Nonne cor nostrum ardens erat in nobis dum loqueretur in via, et aperiret nobis scripturas ? (Lc., 24, 32).
3º. Contemplar las acciones.
He aquí cuatro pensamientos muy acomodados para ayudarnos en la contemplación de las acciones:
A) Se deben considerar las acciones no como si hubieran tenido lugar hace diecinueve siglos, sino como si se verificaran ante nuestros propios ojos; más aún: hemos de tomar parte activa en ellas.
B) La vista de las acciones debe conducirnos al conocimiento íntimo de Jesucristo Nuestro Señor, engendrador de la familiaridad divina.
C) Debemos sacar de la contemplación de las acciones una gran admiración hacia nuestro divino Modelo, y por este medio hemos de excitarnos a un amor cada vez más ardiente. Ni es esto difícil, porque las escenas del santo Evangelio, desde todos sus puntos de vista, son dignísimas de cautivar nuestros corazones. ¿ Qué cosa más conmovedora que la tierna compasión de Jesucristo ante los cuatro mil hombres que, fatigados, le siguieron al desierto ? (Mc., 8, 2). ¿ Qué espectáculo más consolador que la bondad inefable con que Jesús acoge a los pecadores: a Pedro, que le ha negado tres veces; a María Magdalena, a la samaritana ?. Pero, sobre todo, en la Pasión es donde la virtud de nuestro santísismo Redentor brilla con mayores resplandores; sería superflua su explanación.
D) La consideración de las acciones de nuestro divino Rey nos ha de hacer caminar generosamente en su seguimiento, imitando sus incomparables virtudes. Él mismo nos lo enseña:
Os he dado ejemplo para que obréis como Yo he obrado: Exemplum dedi vobis, ut quemadmodum ego feci vobis, ita et vos faciatis (In., 13, 15).
En Belén, el ejemplo de Jesús recostado sobre la paja, nos dice bien alto: Bienaventurados los pobres de espíritu: Beati pauperes spiritu (Mt., 5, 3); la pobreza es un tesoro con el que se compra el cielo. En la escena dolorosísima y llena de oprobios de la coronación de espinas, el divino Rey nos dice con la voz más poderosa que jamás se haya oído: Bienaventurados los que lloran. Dichosos seréis cuando los hombres por mi causa os maldijeren, y os persiguieren, y dijeren con mentira toda clase de mal contra vosotros. Alegraos y regocijaos, porque es muy grande la recompensa que se guarda en los cielos (Mt., 5, 5, 11-2).
Una cuestión nos sale aquí al paso. ¿ Se opone a la simplicidad del método que exponemos el remontarse al seno de Dios para contemplar en Él, no sólo las perfecciones infinitas de la Divinidad, sino también las causas primeras del misterio ?. De ninguna manera. San Ignacio lo hace con frecuencia. Por otra parte, el Directorio de los Ejercicios lo dice expresamente (Directorium Exercitiorum, cap. 19, 7).
Podemos por tanto, entrar sin temor en esta sublime consideración. Bien pronto llegará la admiración a su colmo, y habremos de exclamar con el Apóstol: ¡ Oh profundidad de los tesoros de la sabiduría y de la ciencia de Dios, cuán incomprensibles son sus juicios, cuán impenetrables sus caminos ! : O altitudo divitiarum sapientiae et scientiae Dei !. Quam incomprehensibilia sunt iudicia eius, et investigabiles viae eius ! (Rom., 11, 33). Después se dejará oir una voz en el cielo: De tal manera amó Dios al mundo, que le dió su Hijo unigénito: Sic enim Deum dilexit mundum, ut Filium suum unigenitum daret (In., 3, 16); y a ella responderemos con la generosidad de nuestro corazón y sin reserva alguna: Amemos a Dios, ya que Él nos amó primero: Nos ergo diligamus Deum, quoniam Deus prior dilexit nos (2 In., 4, 19).
Coloquio.
El coloquio final es a la vez un ofrecimiento y una petición. Las resoluciones que se han tomado en la contemplación se deben ofrecer a Dios Nuestro Señor para que su divina Majestad se digne aceptarlas y confirmarlas (Ejercicios espirituales, primer modo de elección, sexto punto). Además, para cumplirlas es necesaria de todo punto una gracia eficaz que Dios no concede sino a los que se la piden con insistencia; por tanto, hay que pedir con fervor.
A menudo aconseja San Ignacio que se haga una triple petición: la primera, a Nuestra Señora, terminándola con la salutación del ángel; la segunda, a Jesucristo Nuestro Señor, y ésta se acaba con el Anima Christi; la tercera, al Padre Eterno, terminándola con el Padrenuestro (Ejercicios espirituales. Contemplación de la Encarnación. Dos banderas. Tres binarios. Tres maneras de humildad). Pero esto no es más que un consejo, y cada uno es libre para seguir el impulso de la gracia, en cuanto al modo de hacer esta última petición.
CAP. III
Método de oración llamada aplicación de los cinco sentidos.
He aquí el texto de los Ejercicios:
Después de la oración preparatoria y de los tres preámbulos, aprovecha el pasar de los cinco sentidos de la imaginación de la manera siguiente:
El primero punto es ver las personas con la vista imaginativa, meditando y contemplando en particular sus circunstancias, y sacando algún provecho.
El segundo, oir con el oído lo que hablan o pueden hablar, y reflictiendo en sí mismo sacar de ello algún provecho.
El tercero, oler y gustar con el olfato y con el gusto la infinita suavidad y dulzura de la divinidad, del ánima y de sus virtudes y de todo, según fuera la persona que se contempla, reflictiendo en sí mismo y sacando provecho de ello.
El cuarto, tocar con el tacto, así como abrazar y besar los lugares donde las tales personas pisan y se asientan, siempre procurando de sacar provecho de ello. Acabarse ha con un coloquio como en la primera y segunda contemplación y con un Padrenuestro.
Estudiemos el espíritu de este tercer método de oración. En regiones donde existe viva la fe, se representan todavía los misterios de la Pasión como se hacía en la Edad Media. Los espectadores oyen, miran y, sin esfuerzo alguno de su parte brotan espontáneamente de su corazón saludables reflexiones y piadosos afectos; retirándose silenciosos y pensativos con un verdadero deseo de reformar su vida y de imitar generosamente a Jesucristo Nuestro Señor.
Algo parecido, pero en un sentido más elevado, sucede en la aplicación imaginativa de los sentidos de la vista, del oído y del tacto: miramos lo que se hace, escuchamos las palabras, tocamos con respecto los objetos, y por sí mismos brotarán en nuestras almas piadosos pensamientos. Al mismo tiempo sentimos nacer espontáneamente en nosotros sentimientos de admiración, de amor, de alegría, de alabanza, a los que se une la resolución e imitar generosamente al divino Modelo que tenemos ante los ojos. Este es el fruto último que hemos de recoger; San Ignacio nos lo recuerda por estas palabras, con las que termina la aplicación de cada uno de los sentidos: Y sacando provecho de ello.
Esta es la perspectiva general; entremos en algunas aplicaciones particulares.
1º. ¿ Cuál es el carácter propio de este método ?.
La aplicación de los sentidos es un modo de meditar extraordinariamente sencillo y afectuoso. Es, en primer lugar, una meditación, como lo indican las palabras meditar y reflectar, que San Ignacio emplea (Cf. Directorium Exercitiorum, cap. 20, 2). Además, tal modo de meditar es extraordinariamente sencillo, porque no se penetra en él por medio de la reflexión en las profundidades del misterio; no se investigan las causas ni los efectos, sino que nos contentamos con sacar algún fruto espiritual de las cosas que caen bajo los sentidos interiores (Directorium Exercitiorum, cap. 20, 3). Es extraordinariamente afectuoso, porque el conocimiento íntimo de Nuestro Señor nace en él, antes que nada del amor que le tenemos. En todo lo que aquí se alcanza por los sentidos de la imaginación, no hay nada que sea capaz por su resplandor, su profundidad o su elevación, de cautivar ni de conmover las potencias del alma. Es, pues, necesario que el amor intervenga, haciendo grandes y deliciosos los menores detalles de la vida del divino Maestro (Directorium Exercitiorum, cap. 20, 4).
Considerad cómo el padre vela por su hijo; nada se le pasa: piedad, estudio, descanso, juegos, ejercicios de todas clases. ¿ Cuál es el encanto que así les cautiva, sin que jamás se sacie ?. Es el amor, que se lo hace todo grande a sus ojos y les hace penetrar hasta lo más íntimo de sus almas, lo único que aman. Lo mismo sucede en la aplicación de sentidos: lo que produce una dulce y cautivadora atención es el amor puro, ardiente y tierno que tenemos a Nuestro Señor. De esto se desprende una conclusión importante: el gran medio para sacar fruto de este modo de oración es amar mucho a Jesucristo.
2º. ¿ Qué significan estas palabras: Respirar y gustar la suavidad y la dulzura infinitas de la Divinidad ?.
Cuando el alma ha contraído el hábito de ver a Dios en todas sus obras, no se detiene a gozar de la dulzura de una consolación espiritual intensa, sino que, remontándose con viva fe del río a la fuente, se dice inmediatamente: ¨Dios está aquí¨. Esta fe, a pesar de su excelencia, es oscura por sí misma y debe ser iluminada; aquí lo es por la suavidad del amor, del que es autor el Espíritu Santo.
Una comparación nos ayudará a profundizar más en esta importante cuestión. Va caminando por el desierto, durante muchos días, una caravana, y los viajeros, muertos de sed, avanzan abatidos y silenciosos. Pero he aquí que una brisa húmeda llega de un oasis cercano; los viajeros parecen revivir, y el silencio se convierte en animada charla. ¿ Cuál es la causa ?. Se siente y se gusta la frescura del oasis en la frescura de la brisa.
Algo parecido se verifica en la oración: el amor dulce y fuerte a la vez, generoso y delicioso, que enciende el corazón, no es sino una participación creada del eternal Amor. Es, pues, como una brisa mil veces bendita, que emana del seno de Dios. Por medio de la suavidad deliciosa de esta brisa, el alma siente, gusta y respira la suavidad infinita de la Divinidad, y exclama: ¨¡Cuán dulce eres, Dios mío!. Eres la misma dulzura. ¡ Cuán grandes son tus delicias !. Sobrepasan todos mis deseos¨.
Está el fuego encendido; no es necesario ya sino mantenerlo, y esto se consigue por medio de suaves aspiraciones del corazón. Así, por ejemplo, se puede decir con interrupciones de tiempo mayores o menores:
¡Oh dulzura infinita eras toda para mí!. ¡Oh amor eterno!, ¿qué quiero o qué puedo querer fuera de tí?. ¡Oh belleza infinitamente arrebatadora!, en vida o en muerte quiero ser siempre todo tuyo etcétera.
Se puede también, a imitación de muchos santos, escoger una sola fórmula, que se repita sin cesar. San Agustin repetía continuamente: ¨¡Oh Bondad, siempre antigua y siempre nueva!¨. San Francisco de Asís: ¨Mi Dios y mi todo¨.
Estas oraciones jaculatorias no deben decirse muy seguidas, porque el alma no podría gustar holgadamente la suavidad infinita de la Divinidad; por otra parte, tampoco deben ser escasas, pues, disminuiría el fervor del amor. El justo medio lo indicará la unción del Espíritu Santo. Claro es que tal aplicación del gusto y del olfato no puede tener lugar sin una consolación algún tanto abundante; porque, ¿cómo se podrá gustar la frescura del oasis en la frescura de la brisa, si ésta no tiene frescura alguna ?. Hace, pues, de hacer alto cuando la llama del amor se deja sentir; y acábese en este caso la oración de una manera menos elevada, acogiéndose a algunas reflexiones.
3º. ¿Cómo se debe aplicar el sentido imaginativo del tacto?.
Por lo que hace a la representación imaginativa del tacto, San Ignacio se muestra muy reservado: no permite besar los vestidos, mucho menos las manos y los pies, sino solamente el sitio por donde andan o descansan las personas que se contemplan, como la huella del paso de Nuestro Señor, la paja del pesebre, el madero de la cruz, los instrumentos de la pasión, etc… Es ésta una disposición sapientísima, porque evita abusos fáciles en esta materia, y hace concebir un soberano respeto a la persona adorable de Nuestro Señor. Por otra parte, la sensibilidad excitada en exceso, en lugar de prestar ayuda a las reflexiones y a los afectos piadosos, se convierte, a veces, en gran impedimento.
Mas no se ha de aplicar esta regla con todo rigor a almas especialmente señaladas por su candor, que, por otro lado, se sienten movidas por la gracia a permitirse algo más, por ejemplo: a recibir en sus brazos al divino Niño de manos de la Virgen, para oprimirlo contra el corazón, como San Estanislao. También en esto es necesaria la consulta de un director piadoso y prudente.
CAP. IV
Método de oración llamado segunda manera de orar.
Dice San Ignacio que la primera manera de orar, más bien que un método o manera de orar propiamente dicha, es ejercicio espiritual muy útil al alma, que la dispone a ofrecer a Dios una oración que le agrade.
La segunda manera de orar consiste en ponderar atentamente la significación de cada una de las palabras de la oración… (Si una sola palabra no hace sentido completo, tómense varias. Directorium Exercitiorum, cap. 37, 9).
El segundo modo de orar es que la persona, de rodillas o asentado, según la mayor disposición en que se halla y más devoción le acompaña, teniendo los ojos cerrados o hincados en un lugar sin andar con ellos variando, diga Pater, y esté en la consideración de esta palabra tanto tiempo, cuanto halla siginificaciones, comparaciones, gusto y consolación en consideraciones pertinentes a la tal palabra, y de la misma manera haga en cada palabra del Pater noster o de otra oración cualquiera que de esta manera quisiera orar…
Si la persona que contempla el Pater noster hallare en una palabra o en dos tan buena materia que pensar y gusto y consolación, no se cure pasar adelante, aunque se acabe la hora en aquello que halla, la cual, acabada, dirá el resto del Pater noster en la manera acostumbrada…
Acabada la oración, en pocas palabras, convirtiéndose a la persona a quien ha orado, pida las virtudes o gracias de las cuales siente tener más necesidad.
El espíritu de este método consiste en sacar todo el jugo, por decirlo así, a un texto de la Sagrada Escritura, para aprovecharnos abundantemente de él, porque toda palabra de la Escritura es espíritu de vida: Verba quae ego locutus sum vobis, spiritus et vita sunt (In., 6, 64); lo mismo, con la debida proporción se puede decir de la liturgia sagrada, y aun de una oración cualquiera.
A este efecto, hemos de detenernos en la palabra mientras encontremos alimento espiritual para el entendimiento y para la voluntad. El alimento del entendimiento es el conocimiento profundo de la palabra sagrada, conseguido ya por el discurso propio, ya por medio de una luz divina; el alimento de la voluntad es la consolación espiritual que se gusta en el texto escogido. Si por medio de la reflexión el alma encuentra sentidos y comparaciones que la iluminan, afectos y gustos espirituales que la consuelan; en una palabra: luz para el entendimiento y mociones suaves y fuertes para la voluntad, deténgase hasta que se satisfaga plenamente. Por ejemplo, si al meditar la palabra Padre, suavemente emocionada, comienza el alma a derramar lágrimas de devoción; si se siente desasida de todo lo perecedero, atraída hacia los bienes eternos y abrasada de amor de Dios, de tal modo que no ame nada sino en Él y por Él, entréguese al impulso de la gracia y déjese penetrar de estos piadosos sentimientos. Pasar a la palabra siguiente sin haber extraído todo el jugo de la primera, sería una locura comparable a la del que apagara el fuego para encenderlo inmediatamente.
Sucede a veces que, después de haber meditado durante algún tiempo sobre un texto de la Escritura, se siente necesidad de repetirlo, como si fuera un estribillo. Así, los discípulos de un profesor genial no cesan de repetir una sentencia feliz de su maestro; los músicos, una melodía que les ha conmovido. Hay que ceder en este caso al impulso de la gracia y repetir el texto mientras se halle gusto en él; con la repetición, las palabras se graban más profundamente en el entendimiento y en el corazón. Precisamente, en esta repetición consiste entonces el gusto y consolación espiritual a la que San Ignacio nos aconseja nos entreguemos sin tener prisa por pasar adelante (Cf. Ejercicios espirituales, 2ª anotación).
Pongamos un ejemplo. Medito sobre el texto de San Pablo: ¡Oh profundidad de los tesoros de la sabiduría y de la ciencia de Dios! : O altitudo divitiarum sapientiae et scientiae Dei! (Rom., 11, 33). Después de haber contemplado el abismo insondable de la sabiduría divina, manifestada en los misterios de la fe, experimento que brota en mi alma un sentimiento de admiración, y siento la necesidad de repetir muchas veces: ¡Oh profundidad de los tesoros de la sabiduría y de la ciencia de Dios!; debo secundar este impulso y repetir estas palabras, que imprimirán más y más en mi corazón el sentimiento de una sumisión total y ciega al mismo tiempo a todas las disposiciones divinas semejante manera, si medito sobre este texto del Apóstol: Vivo yo; ya no yo, sino Cristo es el que vive en mí : Vivo autem iam non ego, vivit vero in me Christus (Gál., 2, 20); y poco a poco se enciende en amor mi corazón, y soy movido a no pensar más en mis intereses, sino en los de Nuestro Señor; y, al mismo tiempo, siento necesidad de repetir: Vivo yo; ya yo no, sino Cristo es el que vive en mí; debo también dejarme llevar de esta moción de la gracia, porque a medida que estas palabras salen de mis labios, se transforman mis sentimientos terrenos en los sentimientos divinos del Sagrado Corazón de Jesús.
Esta manera de orar, esta repetición frecuente de una máxima piadosa, se apoya en el proceder de los santos. San Ignacio repetía muchas veces contemplando el firmamento: ¨¡Cuán vil me parece la tierra cuando miro al cielo!¨.
San Francisco Javier, cuando moría en una pobre choza de la isla de Sanchón, repetía sin cesar: ¨¡Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí!¨: Iesu, fiili David, miserere mei (Mc., 10, 47).
Santa Teresa, en sus últimos momentos, repetía sin interrupción: El corazón compungido es un sacrificio agradable a Dios; no despreciarás, ¡Oh Dios!, el corazón contrito y humillado : Sacrificium Deo spiritus contribulatus; cor contritum et humillatum, Deus, non despicies (Ps., 50,19).
Santa Gertrudis repetía hasta trescientas setenta y cinco veces, con gusto cada vez creciente, estas palabras del Padrenuestro: Hágase tu voluntad.
CAP. V
Método de oración llamado tercera manera de orar.
El tercer modo de orar es que, con cada un anhelito o resuello, se ha de orar mentalmente diciendo una palabra del Pater noster o de otra oración que se rece, de manera que una sola palabra se diga entre un anhelito y otro, y mientras dure el tiempo de un anhelito a otro se mire principalmente en la significación de la tal palabra, o en la persona a quien reza, o en la bajeza de sí mismo, o en la diferencia de tanta alteza a tanta belleza propia; y por la misma forma y regla procederá en las otras palabras del Pater noster…
Este modo de orar tiene principalmente por fin hacer rezar las oraciones vocales con atención y devoción. Consiste en considerar durante el espacio de una respiración la significación de la palabra que se acaba de pronunciar. Si debido a la ignorancia del lenguaje litúrgico, o al cansancio, no se puede hacer esto, bastará considerar la excelencia de la persona a la que se endereza la oración.
Las almas piadosas también pueden usar este método de oración de la manera siguiente:
Recítese un salmo o una oración litúrgica, y al final de cada versículo deténgase para hacer brevemente un acto de fe, o de esperanza, o de caridad, o de adoración, o de acción de gracias, o de súplica. Es un medio fácil para hacer sin cansarse gran número de estos actos, tan de la gloria de Dios por una parte; y por otra, tan propios para santificarse. Pongamos, por ejemplo, el Credo, el acto de fe. Después de decir: ¨Creo en Dios Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra¨, hágase un acto de fe añadiendo: ¨Señor, lo creo porque lo has revelado y porque Tú eres la misma verdad¨. A continuación se dice el segundo artículo: ¨Y en Jesucristo, su único Hijo, Nuestro Señor¨; y se añadirá como antes: ¨Dios mío, lo creo porque lo has revelado y porque Tú eres la misma verdad¨; y continúese de este modo hasta el último artículo: ¨Creo en la vida perdurable. Así sea¨.
Esta manera de rezar el Credo es muy útil durante la vida; pero mucho más a la hora de la muerte (Véase el P. Juan Polanco, Methodus adiuvandi eos qui moriuntur, cap. 5). La mayor parte de los santos cuidaron de hacer en esta hora no sólo un acto general de fe, sino también una profesión de fe de todas las principales verdades reveladas. La tercera manera de orar, aplicada, como hemos visto, al Credo, permite a las almas piadosas imitar fácilmente su ejemplo.
CAP. VI
Cualquiera que sea el método de oración seguido, apliquémonos con diligencia a la familiaridad con Dios.
Esta afirmación se apoya principalmente en la importancia del coloquio en los Ejercicios. Consiste éste principalmente en hablar así como un amigo habla a otro (Ejercicios espirituales, 1ª sem., 1ª medit.), lo que San Ignacio quiere que se haga en todos los métodos de oración.
El pensamiento del santo aparece aún más claro en las Constituciones.
¨Los medios -dice- que juntan al instrumento con Dios, y le disponen para que se rija bien de su divina mano, son más eficaces que los que le disponen para con los hombres; como son los medios de bondad, y virtud, y especialmente la caridad, y pura intención del divino servicio, y familiaridad con Dios Nuestro Señor en ejercicios espirituales de devoción (Constituciones de la Compañía de Jesús, p. 10, n. 2).
Hablando del General de la Compañía, a quien todos los inferiores se han de esforzar en imitar, dice:
¨Cuanto a las partes que en el Prepósito General se deben desear, la primera es que sea muy unido con Dios Nuestro Señor y familiar en la oración y todas sus operaciones¨ (Constituciones de la Compañía de Jesús, p. 9, cap. 2, n.1).
Pero, ¿qué se ha de entender por familiaridad con Dios en la oración?. Se puede decir, en general, que consiste en conversar con Dios y con Jesucristo Nuestro Señor, como lo hace el amigo con su amigo y el hijo con su padre. Ni que decir tiene que esta sencillez de comunicación debe conformarse con el respeto debido a la divina Majestad. De esta definición se derivan las cinco propiedades siguientes:
Primera. – La familiaridad divina en la oración pide que se comience ésta por la presencia de Dios, considerado no sólo como Creador y soberano Señor de todas las cosas, sino más bien como Amigo y como Padre. Ha habido grandes reyes que dejaban por algún tiempo los negocios de la corte para retirarse a gozar de las dulzuras de la vida de familia; Dios hace en la oración algo inifinitamente más conmovedor, porque deja, en cierto modo, el gobierno del Universo para entregarse por entero al alma que viene a Él en la soledad de la oración. Este es un pensamiento fundamental que no se debe perder de vista en el transcurso de la meditación; en él se hallará una poderosa ayuda para rechazar las distracciones y reanimar el fervor.
Segunda.- Conocido es el axioma: ¨La amistad hace comunes las alegrías y las tristezas¨. La familiaridad divina es una amistad inefablemente íntima con Dios; requiere, pues, que se vuelque con confianza filial el alma en su seno paternal, dándole cuenta de las desolaciones y consolaciones, de las penas y de las alegrías, de los temores y de las esperanzas. El campo que aquí se abre es extensísimo. Empecemos por los sufrimientos: en lo exterior, los reveses, las contradicciones, las humillaciones, las persecuciones; en lo interior, el temor, el tedio, la tristeza, el desaliento. Pero no deben ser las penas propias el único objeto de una confidencia tan sencilla y tan sublime a la vez; hemos de manifestar también a Dios el desgarramiento de nuestro corazón al verle a Él olvidado por los incrédulos, ultrajado por los impíos, mal servido por los tibios. Por lo que hace a las alegrías que hemos de volcar, del mismo modo, con filial confianza, en el corazón de Dios y de Jesucristo Nuestro Señor, son, en primer lugar, las gracias preciosas que el Espíritu Santo derrama en nuestra alma, y la santa esperanza de alcanzar la bienaventuranza eterna, que tanto será mayor cuanto más hayamos sufrido en la tierra. Después, el triunfo de la Iglesia, la conversión de los pecadores, el fervor de los justos, la prosperidad de todas las obras católicas. Y, sobre todo esto, la dicha que gustamos pensando en la gloria y en la felicidad infinita que Dios posee en Sí mismo desde toda la eternidad.
Tercera.- La familiaridad divina pide que se consulten con Dios las determinaciones que se van a tomar, como se hace diariamente con un amigo sabio e influyente. Tratan éstas a menudo de las resoluciones que las almas piadosas han de tomar en relación con su propia perfección, con los deberes de su estado, con el buen éxito de las obras de celo. Ningún momento tan favorable para ello como el de la oración mental; en ella se hallan luz y fuerzas inesperadas cuando con santa familiaridad se sigue el consejo de Dios, el Amigo por excelencia, cuya sabiduría, potencia y amor son infinitos.
Cuarta.- Si la amistad humana hace que espontáneamente recurramos a los amigos cuando nos vemos en alguna necesidad, con mucha mayor razón nos conducirá instintivamente la familiaridad divina a Dios, nuestro Amigo y nuestro Padre, para exponerle nuestras dificultades diarias. Tal oración es excelente, porque junta a la cualidad de súplica humilde el título mucho más elevado y eficaz de hijo de Dios, que mueve maravillosamente su corazón a concedernos lo que le pedimos. ¿Quién podrá ponderar el poder del alma entregada a la oración, que conoce por experiencia el corazón de Dios y acude continuamente a Él con una confianza llena de amor ?. Obtiene gracias sin número para sí misma y llega a ser a veces la providencia de toda una región.
Quinta.- Es un adagio que ¨la amistad transforma las ideas y los afectos propios en los del amigo¨. La familiaridad divina, inefable amistad entre Dios y el hombre, imprime en el entendimiento las ideas de Dios, tan superiores a las nuestras cuanto el cielo lo es a la tierra; e infunde en nuestros corazones emociones totalmente divinas. Según la expresión de San Pablo, hace que nos revistamos de Jesucristo Nuestro Señor: Induimini Dominum Iesum Christum (Rom., 13, 14). Desde este momento nos hace dulces y humildes con Jesucristo, dulce y humilde de corazón : Discite a me quia mitis sum et humilis corde (Mt., 11, 29). Nos comunica el amor a la pobreza con Jesús pobre en Belén; la obediencia, con Jesús obediente en Nazareth. Nos hace misericordiosos con Jesús, que hace decir a su corazón: Quiero la misericordia y no el sacrificio: Misericordiam volo et non sacrificium (Mt., 9, 13). Nos hace compasivos con Jesús enternecido a la vista de cuatro mil hombres cansados de seguirle por el desierto : Misereor super turbam quia ecce iam triduo sustinent me (Mc., 8, 2). Nos mueve también la familiaridad divina a buscar en todo la gloria de Dios, como Jesús, que no buscaba su gloria: Ego autem non quaero gloriam meam (In., 8, 50). Nos comunica una entera conformidad con la santísima voluntad de Dios, a pesar del temor, del fastidio y de la tristeza, que, invadiendo nuestra alma, nos hace decir con Jesucristo: Padre, hágase tu voluntad y no la mía: Non mea voluntas sed tua fiat (Lc., 22, 42). Finalmente, nos enseña a obedecer hasta sacrificar la propia vida con Jesús, que se hizo obediente hasta la muerte, y muerte en cruz: Factus obediens usque ad mortem, mortem autem crucis (Philip., 2, 8).
Para terminar, la familiaridad divina puede resumirse en estas admirables palabras de Nuestro Señor a su Padre: Todo lo mío es tuyo, y todo lo tuyo, mío : Mea omnia tua sunt et tua mea sunt (In., 17, 10). Por una parte, el alma olvida todos sus intereses propios para pensar en los de Dios; por otra, Dios toma como suyos los intereses del alma, mucho mejor de lo que ella lo podría hacer. Antes, el alma pensaba todavía en su gloria; ahora, no piensa ya más en ella; ni podría pensar, porque su gloria es la de Dios mismo. Antes, el alma se preocupaba de lo que la halagaba; ahora, no lo puede ya hacer, porque todo su placer es hacer la voluntad de Dios. Antes, huía más o menos del trabajo y buscaba el reposo; ahora, esto le es imposible, porque ya no encuentra descanso más que en trabajar, sin reserva, por el servicio de Dios, antes, el alma buscaba las recompensas de la tierra; ahora no lo puede hacer, porque toda su recompensa estriba en agotar sus fuerzas por la gloria de Dios.
Recíprocamente, Dios mira al alma con una mirada de complacencia, semejante a la que alegra infinitamente a los ángeles y a los santos; en esto encuentra el alma una dicha sin medida, confianza absoluta, descanso inalterable, paz sin fin. Y no podría ser de otro modo, ya que el alma entiende que cuanto más se olvide de sí por Dios, tanto más se preocupa Dios de ella, de sus progresos en la santidad, del aumento de sus méritos. ¿ Cómo no descansar en una paz tranquila y perfecta ?. Esta familiaridad divina comunica una confianza sin sombras, junto con una inefable dulzura de puro amor de Dios. San Ignacio quería que esta familiaridad informara todos los métodos de oración; y no es esto exagerado, ya que es muy fácil al alma generosa que, sin reservas, se entrega al servicio de Dios.
CAP. VII
La regla que debe regir toda oración es el seguir la moción de la gracia, con el consejo de un director experimentado.
El primer documento que apoya lo que en el título expresamos nos los proporcionan las Constituciones escritas por San Ignacio, dice así:
¨…los que se admiten en la Compañía se presupone serán personas espirituales y aprovechadas para correr por la vía de Cristo Nuestro Señor… No parece darles otra regla en lo que toca a la oración, meditación…, sino aquella que la discreta caridad les dictare, con que siempre el confesor y, habiendo duda en lo que conviene, el superior también, sea informado¨(Constituciones de la Compañía de Jesús, p. 6ª, cap. 3, n. 1).
El segundo documento es la octava sentencia del santo:
¨El querer conducir a todos por el mismo camino a la perfección está lleno de peligros. El que obra de ese modo ignora cuántos y cuán variados son los dones del Espíritu Santo¨ (Sentencias de San Ignacio, senten. 8ª).
La palabra ¨camino¨ indica todo lo que es necesario para llegar a la perfección, en particular la oración mental.
El tercer documento está sacado del Directorio de los Ejercicios, cuya autoridad está fuera de duda. Después de haber expuesto los diferentes métodos de oración de San Ignacio, el Directorio concluye:
¨No se ha de creer que se excluyan otros modos de oración que el Espíritu Santo suele enseñar, y que suelen usar hombres versados en la vía espiritual, conforme a la experiencia, a la razón y a la sana doctrina, o los que el uso haya enseñado a cada uno a ser útiles para su provecho. Pero siempre es necesario que los acompañe la aprobación del Superior o del Prefecto de espíritu, principalmente si el modo de orar se aparta del acostumbrado¨(Directorium Exercitiorum, cap. 37, n. 13).
El cuarto documento se encuentra en las cartas del P. Jerónimo Nadal, asistente de San Ignacio en el gobierno de la Compañía; véanse sus palabras:
¨Los Superiores y Prefectos de espíritu ríjanse por esta horma, que sabemos era familiar a nuestro Padre Ignacio… Que si juzgan en el Señor que alguno hace progresos, guiado de buen espíritu, en la oración, no le prescriban nada, ni le interpelen; sino, al contrario, apóyenle y anímenle, para que progrese en el Señor, suave y fuertemente; mas si hubiere alguno que no aproveche o no vaya bien orientado, o se deje llevar de alguna ilusión o error, esfuércense por traerle al buen camino y al progreso en Cristo Jesús¨ (Mon., P. Nadal, IV, p. 652).
El quinto documento es del P. Aquiles Gagliardi, que entró en la Compañía tres años después de la muerte de San Ignacio, y une a este título el de ser gran conocedor de los Ejercicios. Estas son sus palabras:
¨El carácter de nuestra oración consiste en que no depende de una regla determinada e invariable; esto es propio de los que comienzan; el hábito de orar debe conducirle a cada uno de nosotros al modo más acomodado, y enseñarle a cambiarlo, según la necesidad… Es preciso que cada uno sepa conocer, a la luz de la caridad discreta, lo que es expediente en esta materia, de tal suerte, que no tenga necesidad de prescripción alguna particular, sino que se guíe por un método y un arte perfectos¨ (Gagliardi, De plena cognitione Instituti, S.I., De oratione, 1, 7).
El sexto documento es de San Francisco de Borja en la carta al Provincial de Aragón:
¨Para dirigir a los inferiores en la oración, Nuestro Señor nos ha dado un buen guía en los Ejercicios espirituales de la Compañía. Unos continúan usando este método, otros toman otros métodos de oración, Alius quidem sic, alius vero sic; puesto que todos son buenos, déjeseles que sigan adelante. Las mociones del Espíritu Santo son diversas, y diversos también los talentos y los entendimientos de los hombres (Arch. priv. S.I.).
Finalmente, el séptimo documento es del Padre Aquaviva, General de la Compañía de Jesús. Escribe en una carta que tiene fuerza de prescripción:
¨Si se examina ahora el método que ha de seguirse o la materia que puede meditarse, diré que a los que con el uso han adquirido facilidad en la oración ejercitándose en piadosas meditaciones, no ha de prescribírseles método ninguno; pues el espíritu de Dios suele obrar con la mayor libertad, y tiene mil modos de conducir e iluminar a las almas, y de unírselas estrechamente, y no quiere que se le pongan trabas algunas ni limites determinados; y como decía una vez con tanta prudencia como piedad el P. Nadal, de feliz memoria, hay que seguir y no prevenir al divino Espíritu¨ (Cartas selectas de los PP. Generales, p. 57. Oña, 1917).
En resumen: cuando un alma se ha ejercitado suficientemente en los métodos de los Ejercicios y se ha empapado en su espíritu, no se le debe dar generalmente otra regla que la unción del Espíritu Santo, controlada por un director instruído y prudente. Así como el jardinero al plantar un arbolito le pone un rodrigón para sostenerle, y cuando se ha hecho grande le corta los lazos que a él le sujetaban, así conviene al principio de la oración sujetarle al principiante a reglas fijas, dejándole después libertad cuando haya hecho verdaderos progresos. Hará uso de esto según el impulso de la gracia, ayudado por un prudente y piadoso director.
De hecho, véase lo que se observa de ordinario en las almas que se han ejercitado seriamente en la meditación, según los Ejercicios; poco a poco se hace su oración más sencilla, menos trabajosa, más afectiva y más descansada. No se sienten impelidas a razonar sobre el misterio, sino más bien a gustar de su belleza, de su utilidad y de su dulzura. Se sienten, sobre todo, transportadas a la familiaridad divina, en la que se conversa con Dios como el hijo con su Padre, como el amigo con su Amigo. Desean consultar a Dios en sus dificultades, invocarle en sus necesidades, volcar en su corazón de Padre y de Amigo sus alegrías y sus tristezas; en una palabra: aspiran a no tener con Él más que un corazón y un alma, según el refrán: ¨El amigo es otro yo¨.
San Ignacio alaba grandemente tal simplificación en la oración:
¨Toda meditación -dice- en la cual trabaja el entendimiento hace fatigar el cuerpo; otras meditaciones ordenadas y descansadas, las cuales son apacibles al entendimiento y no trabajosas a las partes interiores del ánima, que se hacen sin poner fuerza interior ni exterior, éstas no fatigan al cuerpo¨.
¿Hemos de concluir de esto que las almas que no llegan con el tiempo a hacer más sencilla su oración no hacen serios progresos en ella?. No lo juzgamos así; se encuentran, en efecto, almas generosas, rectas, piadosas y juiciosas, que siguen todas las reglas que han aprendido en los Ejercicios, y esto no sin graves razones.
La primera es la de fijar más fácilmente sus facultades en Dios y evitar de este modo la divagación y las distracciones. La segunda, la de vencer, por este medio, la pereza y el adormecimiento. La tercera, es la alegría de una conciencia que sabe que cumple plenamente su deber para con Dios. La cuarta, es la variedad admirable de los métodos de los Ejercicios, que libra al alma de la saciedad y de la rutina.
Y no se diga que almas de este modo embarazadas no pueden responder a la moción de la gracia, ni de entregarse a la familiaridad divina. Estos dos escollos se evitarán teniendo ante los ojos las advertencias siguientes, del todo conformes con el espíritu de San Ignacio:
Tener en gran consideración este principio de oro del santo autor. ¨En el punto en el cual hallare lo que quiero, ahí me reposaré, sin tener ansia de pasar adelante hasta que me satisfaga¨ (Ejercicios espirituales, 4ª adición).
No contentarse con hacer al fin de la oración un coloquio, en el que hable con Dios como el discípulo con su maestro, el hijo con su padre, el amigo con su amigo, sino que converse familiarmente con Dios, con la frecuencia y por el tiempo a que se sienta movido por la gracia.
No se limite a las peticiones inicial y final prescritas por la regla, sino hágalas en toda la meditación, cuantas veces experimenta la necesidad de auxilio divino.
Hágase frecuentemente uso de esta regla admirable: ¨Si siento que el amor que me inclina hacia el objeto descienda de arriba del amor de Dios, le elegiré (Ejercicios espirituales, 2º modo de elección, 1ª regla). Para las almas que no viven sino para Dios, este principio es de maravillosa eficacia en la determinación de las resoluciones.
Finalmente, cuando la consolación espiritual es intensa, aplíquese dulcemente a gustar la suavidad infinita de la Divinidad. Esto se puede hacer en el orden ordinario, sin ninguna gracia de contemplación mística.
Basten estos avisos para demostrar que los métodos de los Ejercicios bien entendidos permiten juntar maravillosamente la observancia de las relgas de oración, con una completa docilidad a la moción del Espíritu Santo. Por tanto, debe aprobar el proceder de los que se dedican a este género de oración.
Finalmente, ¿ qué decir del alma que se atiene estrictamente a la letra de los Ejercicios, sin ampliarla en nada ?. Si tal alma de este modo se mantiene en el fervor, se ha de aprobar también su modo de proceder. De hecho se encuentran almas profundamente rectas y buenas, que gustan de avanzar por un camino claramente trazado, sin jamás desviarse de él. Este es su camino; se debe respetar, con tal que este rigorismo en la observancia de las reglas no les impida conversar con Dios, como lo hace el amigo con el amigo, el hijo con su padre. Tal es el pensamiento de San Ignacio, que creía que la familiaridad divina debe acompañar a toda oración, aunque sea vocal, del alma que aspira a la perfección.
Para terminar: si es grande el peligro de fiarse de su propio juicio en las cosas que tocan a la oración, lo es también grande si no se sigue la moción de la gracia. El medio de conciliar ambas cosas es el de ser dóciles, no sólo al soplo del Espíritu Santo, sino también a la dirección de un director instruído, prudente y experimentado. Esta es la doctrina, a la vez sabia y prudente, de San Ignacio.
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