(RV).- Finalizados los trabajos del Sínodo, el Papa dirigió un discurso a todos los participantes, eminencias, beatitudes, excelencias y hermano/as.
¡Con un corazón lleno de reconocimiento y gratitud quiero agradecer junto a ustedes al Señor que nos ha acompañado y guiado en los días pasados, con la luz del Espíritu Santo!
Agradezco al Card. Lorenzo Baldisseri, secretario general del Sínodo, Mons. Fabio Fabene, sub-secretario, y con ellos al relator, el Card. Peter Erdő, y el secretario especial Mons. Bruno Forte, a los presidentes delegados, escritores, consultores, traductores, y todos aquellos que han trabajado con verdadera fidelidad y dedicación total a la Iglesia y sin descanso. Igualmente a todos ustedes, padres sinodales, delegados fraternos, auditore/as y asesores por su participación activa, y a quienes los llevaré en las oraciones, pidiendo a Dios los recompense con abundancia de dones.
Puedo decir serenamente que con un espíritu de colegialidad y sinodalidad, hemos vivido verdaderamente una experiencia de “sínodo”, un recorrido solidario, un “camino juntos”, hubo momentos de carrera veloz, casi de querer vencer el tiempo y alcanzar rápidamente la meta; otros de fatiga, casi hasta querer decir basta; otros de entusiasmo escuchando el testimonio de pastores verdaderos (Cf. Jn. 10 y Cann. 375, 386, 387) que llevan sabiamente, las alegrías y lágrimas de sus fieles. También, de gracia y consuelo, escuchando los testimonios de las familias que han participado del Sínodo y han compartido con nosotros la alegría de su vida matrimonial. Un camino donde el más fuerte se ha sentido en el deber de ayudar al menos fuerte, donde el más experto se ha prestado a servir a los otros, también a través del debate, a pesar de la desolación, tensión y tentación de transformar la piedra en pan para romper el largo ayuno, pesado y doloroso (Cf. Lc 4, 1-4) y también de transformar el pan en piedra , y tirarla contra los pecadores, débiles y enfermos (Cf. Jn 8,7), convirtiéndola en “fardos insoportables” (Lc 10,27).
Las tentaciones no nos deben ni asustar ni desconcertar, ni mucho menos desanimar, porque ningún discípulo es más grande que su maestro, por lo tanto si Jesús fue tentado (Cf. Mt 12,24) sus discípulos no deben esperarse un tratamiento mejor. Personalmente, me hubiera preocupado mucho y entristecido si no hubiera habido estas discusiones animadas, este movimiento de los espíritus, como lo llamaba San Ignacio (EE, 6).
En cambio, he visto y escuchado con reconocimiento discursos e intervenciones llenos de fe, celo pastoral y doctrinal, sabiduría, franqueza, coraje y parresía. Y he sentido que ha sido puesto delante de sus ojos el bien de la Iglesia, las familias y la “suprema lex”: la “salus animarum” (Cf. Can. 1752). Y esto siempre sin poner jamás en discusión la verdad fundamental del Sacramento del Matrimonio: la indisolubilidad, unidad, fidelidad y procreatividad, o sea la apertura a la vida (Cf. Cann. 1055, 1056 y Gaudium et Spes, 48).
Esta es la Iglesia, la viña del Señor, la madre y maestra, que no tiene miedo de derramar el aceite y el vino sobre las heridas (Cf. Lc 10,25-37). Una, Santa, Católica y verdadera esposa de Cristo, que busca ser fiel a su doctrina, y tiene las puertas abiertas para recibir a los necesitados y arrepentidos, que no se avergüenza del caído y no finge no verlo, al contrario, se siente comprometida y obligada a levantarlo y animarlo al encuentro definitivo de la Jerusalén celeste.
Y cuando en la variedad de sus carismas, se expresa en comunión el ‘sensus fidei’, la fe adquiere su sentido sobrenatural, que viene dado por el espíritu santo para que todos podamos cumplir con el Evangelio y aprender a seguir a Jesús en nuestra vida, algo que no debe ser visto como motivo de confusión y malestar. El espíritu santo, a lo largo de la historia ha conducido siempre la barca, a través de sus ministros, también cuando el mar era contrario y agitado, pero era necesario vivir todo esto con tranquilidad y paz interior, junto a la presencia del Santo Padre que es garantía de unidad, recordando a los fieles su deber de seguir fielmente a Cristo, y a los pastores la obligación que el Señor les ha confiado, señalando a todos que la autoridad en la Iglesia es servicio (Cf. Mc 9,33-35), como ha explicado el Papa emérito Benedicto XVI con palabras que cito textualmente:
“La Iglesia está llamada y se empeña en ejercitar este tipo de autoridad que es servicio, y la ejercita no a título propio, sino en el nombre de Jesucristo a través de los pastores de la Iglesia, de hecho, Cristo apacienta a su grey, es Él quien la guía, protege y corrige”.
“Pero el Señor Jesús, pastor supremo de nuestras almas, ha querido que el Colegio Apostólico, hoy los Obispos, en comunión con el Sucesor de Pedro participaran en esta misión suya de cuidar al pueblo de Dios, de ser educadores de la fe, orientando, animando y sosteniendo a la comunidad cristiana, o como dice el Concilio, cuidando sobre todo que cada uno de los fieles sean guiados en el Espíritu santo a vivir según el Evangelio su propia vocación, practicando una caridad sincera ejercitando aquella libertad con la que Cristo nos ha librado (Presbyterorum Ordinis, 6)”.
“Y a través de nosotros, el Señor llega a las almas, las instruye, custodia y guía. San Agustín en su comentario al Evangelio de San Juan dice : Sea por lo tanto un empeño apacentar la grey del Señor (123,5); esta es la suprema norma de conducta de los ministros de Dios, como el buen pastor, lleno de alegría, abierto a todos, atento a los cercanos y lejanos (Cf. S. Agustín, Discurso 340, 1; Discurso 46,15), dedicado a los más débiles, para manifestar la infinita misericordia y esperanza de Dios (Cf. Id., Carta 95,1). Benedicto XVI en la Audiencia General, miércoles, 26 de mayo de 2010″.
Por lo tanto, la Iglesia es de Cristo, y todos los Obispos del Sucesor de Pedro tienen la tarea y el deber de custodiarla y servirla, no como patrones sino como servidores. El sumo pontífice en este contexto no es el señor supremo, sino más bien el supremo servidor – “Il servus servorum Dei” – garante de la obediencia , conformando la Iglesia a la voluntad de Dios, al Evangelio de Cristo y su tradición, dejando de lado todo arbitrio personal, siendo también por voluntad “el pastor y doctor supremo de todos los fieles” (Can. 749) con “la potestad ordinaria que es suprema, plena, inmediata y universal de la Iglesia” (Cf. Cann. 331-334).
Ahora todavía tenemos un año para madurar, con verdadero discernimiento espiritual, las ideas propuestas, y para encontrar soluciones concretas a las tantas dificultades e innumerables desafíos que las familias deben afrontar, para dar respuesta a tantos desánimos que circundan y sofocan a las familias, un año para trabajar sobre la “Relatio Synodi”, que es el resumen fiel y claro de todo lo que fue dicho y discutido en el aula y en los círculos menores. ¡El Señor nos acompañe y guie en este recorrido para gloria de su nombre con la intercesión de la Virgen María y San José!
(GO y RM)

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