21 octubre 2012, 12:35

Los dos progenitores, como condición de la identidad personal y sexual.

José Antonio Pérez Stuart. Periodista. Analista político y económico. Comentarista de radio y televisión. Ex-subdirector de análisis de la Secretaría de Seguridad Pública Federal de México. Maestría en Derecho. Psicología e Historia del Pensamiento.

Sumario. Presentación. I. Separación, individuación e identificación. II. Sexualidad y tragedia en Joyce McDougall. Conclusiones. Notas y Textos.

Presentación.

El psicoanálisis nació muerto como un corpus homogéneo, consistente, terminado. Desde sus inicios, conforme los inventos de Freud fueron divulgándose, de entre sus más allegados comenzaron a surgir aportaciones que aquél no soportó. Por ello expulsó de su círculo a quienes disentían, y conformó una logia que identificaba a sus miembros con un anillo simbolizado. Era una especie de doctrina iniciática, pues, que teniendo sus basamentos en determinados elementos fundamentales – como la sexualidad -, estaba dando pie a una teoría y a una técnica analítica que, no obstante los deseos y la oposición abierta y privada de Freud, estaban llamadas a ser multimodales, en buena medida por esos blancos, por esos vacíos, por esos espacios inacabados de carácter teórico que el mismo Freud dejó y, adicionalmente, nacieron imposibilitados de ser consolidados.

Si en vida de Freud se produjeron expulsiones, discordancias y hasta fuertes controversias, a su muerte sobrevinieron ricas aportaciones teóricas y clínicas que sepultaron cualquier intento de construir un psicoanálisis monolítico, uniforme. Hoy, las corrientes abundan y no hay un psicoanálisis único. Una corriente pone énfasis en un aspecto. Otra en otro. Después de Freud destacaron Melanie Klein y Jacques Lacan, por ejemplo, pero en medio de ellos y posteriormente a los mismos, han surgido otras corrientes sumamente valiosas y tan controvertidas como las de aquellos. Así las cosas, hay un psicoanálisis freudiano, ortodoxo o clásico, poco practicado y defendido hoy en día, pero hay muchos otros psicoanálisis o corrientes psicoanalíticas mejor fundamentadas empíricamente, que han ido dejando de lado la mitología original y encontrado sostén en la clínica, en el espacio analítico.

El presente trabajo precisamente parte de lo sustentado por exponentes de una de las corrientes más taquilleras dentro del mundo psicoanalítico. Tomando como punto de referencia a Melanie Klein, quien en vida de Freud sostuvo una fortísima controversia con la hija de éste en torno al psicoanálisis para niños, surgieron otras profesionales de la especialidad, como Margaret Mahler o Joyce McDougall, que no se concretaron a repetir, sino que hicieron sus propios aportes. El objetivo que persigue el presente texto es rescatar, dentro de todo el enjambre psicoanalítico freudiano y posfreudiano que envuelve los constructos teóricos de esas dos psicoterapeutas – y con los cuales difícilmente podría estarse totalmente de acuerdo en virtud de su sustento mítico -, elementos que confirman la validez de instituciones naturales como la familia, y el papel que ésta juega en la identidad sexual de la persona …

I. Separación, individuación e identificación.

Desde hace algunos años, autoridades sanitarias de decenas de países han lanzado campañas tendientes a fomentar el amamantamiento materno del recién nacido.

En efecto, frente a la proliferación de cierto tipo de enfermedades en los niños; el uso indiscriminado de los sustitutos de leche materna y la moda o comodidad en muchas mujeres por evitar el amamantamiento de sus recién nacidos, las campañas oficiales han destacado los beneficios que genera para el pequeño el ser alimentado directamente por el pecho de su progenitora. Las más recientes investigaciones –realizadas por un equipo del Departamento de Nutrición, Bromatología y Tecnología de los Alimentos de la Universidad Complutense de Madrid, en colaboración con investigadores de la Universidad de Wageningen, en Holanda, y cuyos resultados fueron dados a conocer en septiembre de 2009-, revelan es el alimento completo para el lactante, no sólo desde el punto de vista nutritivo, sino también inmunológico y microbiológico. Se calcula que un bebé que ingiera unos 800 mililitros de leche al día recibe, al menos, entre uno y 10 millones de bacterias de diversas especies y géneros. La leche de cada mujer tiene una composición bacteriana única que transfiere al bebé cuando le amamanta. De esta forma, la microbiota materna pasa a colonizar el intestino infantil, impide el asentamiento de bacterias patógenas y contribuye a la correcta maduración de su sistema inmunitario (1).

Por supuesto, dichos descubrimientos parecen no tener el mismo impacto mediático que las publicitarias de los poderosos conglomerados mundiales dedicados a la fabricación de alimentos enlatados para bebés, por lo que, en el caso de países periféricos o en vías de desarrollo, en las clínicas y hospitales públicos, todo parece quedar reducido a la repartición de modestos dípticos y trípticos recomendando el amamantamiento, así como a la realización de conferencias informativas, en las cuales se destaca la importancia de la lactancia materna.

Por el contrario, en muchos hospitales suelen estar representantes de los poderosos conglomerados fabricantes de sustitutos de leche materna, que avisados del nacimiento de un niño, envían de inmediato al cuarto de la recién madre un “presente” con productos diversos en los que, por supuesto, se da cuenta de las ventajas de emplearlos.

Ciertamente hay casos en que la madre – por diversas razones -, no produce leche en suficiencia para alimentar a su recién nacido y tiene que acudir a las mezclas de leches en polvo, para satisfacerlo de esa manera. Pero es evidente que los sustitutos no producen los mismos efectos nutricionales en el niño que los obtenidos directamente del pecho de la progenitora. Por si lo anterior no bastara, la cercanía del recién nacido con el pecho de su madre, con el cuerpo de ella, parece tener un alto valor en la temprana construcción de vínculos, indispensables para la edificación de personalidades seguras, estables, definidas.

Prueba de ello es que “en experimentos realizados con monos huérfanos de madre, se les asignaron “madres sustitutas” hechas con alambre unas, y otras de tela. Ambas tenían una mamadera incorporada, por lo que eran fisiológicamente equivalentes. Los informes obtenidos respecto al comportamiento de los “hijos” monos, revela que los monos bebés pasaban más tiempo subiéndose y acurrucándose a sus madres cubiertas de tela, que a su madre de alambre.

Esto parece indicar que el contacto corporal y el bienestar inmediato, es mucho más importante que la alimentación, para unir al recién nacido a su madre. En los humanos, el contacto físico inmediatamente después del nacimiento, suele influir en esta relación en forma sustancial” (2). Es así que tanto el pecho, como su contenido y el vínculo temprano con la progenitora, juegan un papel psíquicamente significativo en el infante.

En efecto, más allá del bienestar nutricio que indiscutiblemente produce, el temprano contacto físico del hijo con la madre se constituye en un auténtico vínculo que, precisamente por serlo, rebasa lo alimentario, lo meramente utilitario, lo servicial, y se entroniza como una totalidad para el recién nacido.

De ahí que cualquier desarmonización en ese temprano, vital, insustituible vínculo, pueda tener consecuencias desafortunadas para el pequeño.

En este contexto no nos referimos a efectos indeseados en el ámbito nutricional, pues es sabido que cientos o miles de personas alimentadas – por las más diversas razones -, con sustitutos de leche materna, desarrollan al tiempo sus actividades sin presentar alteración orgánica alguna. Las consecuencias desafortunadas que ocupan y preocupan en este trabajo, son las que se expresan mediante daños de carácter psíquico, esto es, en la conformación de la personalidad del nuevo ser, dados los sentimientos de protección, de seguridad y de satisfacción, de plenitud, que están en juego durante el proceso de vinculación que todo niño lleva a cabo con ese ‘seno-universo’ del que parece recibir todo.

Se ha teorizado en torno a este fenómeno y algunos, como es el caso de la médico–pediatra austriaca Margaret Mahler, han visto en él un proceso simbiótico que inicialmente no permitiría al niño establecer una diferencia entre él y su madre; es decir, el pecho sería una especie de extensión de él, a su disposición absoluta y plena al momento de requerirlo. Según esta autora, hasta aproximadamente los cinco meses de edad, el niño tendría la sensación de estar experimentando todavía la vida intrauterina. Sin embargo, a partir de ese período, comenzaría a advertir la alteridad; es decir, la existencia de otros a través de sus propios límites físicos y lo de todo lo que le rodea. Es así que ya estira sus brazos y piernas y alcanza a tocar algo distinto, algo que le es ajeno.

Ahora bien, lo cierto es que más allá de las teorizaciones psicoanalíticas que ponen énfasis en el papel del pecho materno, las más recientes investigaciones biomédicas han permitido corroborar la existencia de un proceso simbiótico madre-hijo, pero que no comienza a partir del nacimiento, sino que se desarrolla desde el momento mismo de la concepción. De tal manera que “desde los primeros instantes de la fecundación en donde queda constituido el cuerpo de un nuevo, único e irrepetible ser humano viviente en acto, empieza a establecerse un verdadero “dialogo” molecular y celular entre la madre y el hijo.

La importancia del cuerpo de la madre en la gestación ha dado lugar a una selección a lo largo del proceso evolutivo del mecanismo de intercambio de células entre madre e hijo, como uno de los efectos benéficos para las vidas que conviven en la simbiosis del embarazo. La madre guarda en cada embarazo células fetales que van a participar en la reparación de multíplices órganos maternos, por ejemplo: el muslo cardíaco, el hígado, las tiroides, etc. Este “microquimerismo” maternal se configura como un intercambio celular rejuvenecedor del cuerpo materno.

Además, “el cuerpo materno minimiza los defectos congénitos externos y apoya la maduración del feto” asumiendo al hijo deficiente en algún aspecto y ejerciendo una especie de primera terapia.

Las interacciones moleculares y los intercambios celulares entre el hijo y la madre durante la gestación que hoy, gracias al progreso de la ciencia, se conocen, permiten establecer una íntima convivencia entre las dos vidas, una verdadera simbiosis. Esta comunicación biológica predispone para la primera interrelación o encuentro afectivo materno-filial, que abre a las demás relaciones familiares y sociales” (3).

En efecto, superada la primera fase de la relación simbiótica en el vientre, al producirse el nacimiento y generarse el vínculo afectivo-alimentario, ahora lo que se requiere es que la madre – en tanto el hijo también va nutriéndose social, afectivamente del contacto con los otros miembros de la familia, sobre todo el padre -, inicie un proceso distinto, en sentido inverso; esto es, de separación paulatina, no traumática, entre el hijo y el pecho materno, con el propósito de ayudarle a reconocer, aceptar y fortalecer su individualidad. Es por ello que a dicho proceso, Mahler le denomina de separación-individuación.

Pero para favorecer un proceso de separación-individuación no traumático, es necesario que simultáneamente se vaya dando una interacción tranquilizadora madre-hijo, en la que se favorezca el gusto del pequeño por la degustación de otros alimentos, y la madre no desprenda de forma brusca la accesibilidad al pecho. Un rompimiento abrupto en la relación, puede convertir ese “pecho bueno” en un “pecho malo” dentro del aparato psíquico del bebé.

Desde otra perspectiva psicológica, Jean Liedloff ha aportado el concepto de continuum, como la idea de que para lograr el desarrollo físico, mental y emocional óptimos, los seres humanos – especialmente los niños – requieren el tipo de experiencia a la que nuestra especie se ha adaptado durante el largo proceso de su evolución. En otras palabras, que se pueda favorecer la vivencia de procesos tales como :

• Establecer constante contacto físico con la madre (u otro cuidador familiar o no familiar, según sea necesario) desde el nacimiento.

• Dormir en la cama de sus padres, en constante contacto físico, y hasta que la abandone por voluntad propia (a menudo cerca de los dos años de edad); ésta práctica recomendada por Liedloff, sin embargo, es muy controvertida. Así es, hay muchos psicólogos que se oponen a ella y proponen que en todo caso la cuna esté en el cuarto de los padres, pero que el bebé duerma solo, pues como se corrobora en multitud de casos clínicos con adolescentes y adultos, el hecho de que se comparta la cama con los menores, produce una erotización insana padres-hijos que alienta lo que se conoce como la dinámica del incesto.

• Mantener la lactancia materna “en el momento justo”, en respuesta a las señales de su propio cuerpo.

• Ser constantemente llevado en brazos o en contacto con alguien, normalmente su madre, hasta que el niño comienza a arrastrarse, gatear por su cuenta o impulso, por lo general en seis a ocho meses.

• Que los cuidadores respondan inmediatamente a las señales (retorcimientos, llanto, etcétera del niño), sin emitir juicio, disgusto, o la invalidación de sus necesidades; de la misma manera sin mostrar preocupación verbal excesiva, nerviosa, que trate involuntaria o voluntariamente de convertir al bebé en el centro permanente de atención.

• Sentir (y satisfacer) sus expectativas de que él es innatamente social y cooperativo por sus fuertes instintos de auto preservación, y que es bienvenido y digno.

En contraste con estas recomendaciones favorecedoras al establecimiento del continuum, un bebé sujeto al parto occidental moderno y las prácticas de cuidado infantil en guarderías, tenderían a padecer :

• Separación traumática de su madre al nacer, debido a la intervención médica y la colocación en las salas de maternidad, de forma aislada física, salvo por el sonido de otros recién nacidos, llorando, con la mayoría de los bebés varones aún traumatizados por la cirugía de circuncisión médicamente innecesaria.

• En casa, durmiendo solo y aislado, a menudo después de que se le ha dejado llorar largamente, esto es, “llorar al sueño”.

• Alimentación programada, con sus impulsos naturales a menudo ignorados o “pacificados”.

• Excluido y separado de las actividades normales del adulto, relegado durante horas y horas a un vivero, la cuna o el corral donde es inadecuadamente estimulado por juguetes y otros objetos inanimados.

• Los cuidadores a menudo ignoran, desalientan, desprecian o incluso castigan al bebé cuando llora o de alguna manera manifiesta sus necesidades, o bien respondiendo con excesiva preocupación y ansiedad, convirtiéndose en el centro de la atención.

• De detección (y conforme a) las expectativas de sus cuidadores que consideran que el bebé es incapaz de auto-preservación, y de que por el contrario es antisocial por naturaleza y no puede aprender el comportamiento correcto sin estrictos controles, amenazas y una serie de “técnicas educativas” que minan su exquisitamente evolucionado proceso de aprendizaje.

Es evidente que frente a los parámetros establecidos por la escuela del continuum para obtener un desarrollo integral óptimo, en un mundo en el que por la desintegración familiar y las condiciones económicas desfavorables obligan a ambos progenitores a laborar, lo más sensato será encontrar un justo medio, de acuerdo a las necesidades concretas de cada niño y las circunstancias distintas de los padres.

Como quiera que sea, de lo hasta aquí expuesto cobra plena validez la afirmación de la doctora Natalia López Moratalla, profesora de bioquímica y biología molecular de la Universidad de Navarra, al asegurar que :

“Más aún, la construcción y maduración del cerebro de cada hombre no está cerrada, sino abierta a las relaciones interpersonales y a la propia conducta, por lo que presenta una enorme plasticidad neuronal. Sólo con la acogida de los demás se desarrolla y alcanza la plenitud personal” (4).

La evolución no ha preparado al bebé humano para este último tipo de experiencia tan artificial, tan programada, tan racionalizada. Simplemente el niño no puede comprender el por qué de sus gritos desesperados por el cumplimiento de sus expectativas innatas sin respuesta, y se desarrolla un sentimiento de maldad y de vergüenza sobre sí mismo y sus deseos. Sin embargo, si sus expectativas se cumplen continuamente – precisamente en un primer momento, con más variación a medida que madura – se exhibirá un estado natural de confianza en sí mismo, el bienestar y la alegría. Con ello, los bebés cuyas necesidades de continuum se cumplen durante el principio de su existencia, crecen y tienen mayor autoestima y podrán ser más independientes que aquellos cuyos gritos quedan sin respuesta por temor a “estropearlos” o supuestamente hacerlos demasiado dependientes (5).

Con sus palabras, Ronald David Laing, quien no forma parte de la corriente psicoanalítica poskleniana de Mahler y McDougall, lo ha dicho así :

El nacimiento biológico es un acto definitivo por el cual el organismo infantil es precipitado al mundo. Ahí lo tenemos, un nuevo niño, una nueva entidad biológica, con su propio modo de ser ya, real y vivo, desde nuestro punto de vista. Pero, ¿y el punto de vista del niño?. En circunstancias habituales, el nacimiento físico de un nuevo organismo vivo en el mundo, inaugura procesos que avanzan rápidamente, y en virtud de los cuales, en un tiempo sorprendentemente breve el niño se siente real y vivo, y un lugar en el espacio. En pocas palabras, al llegar al nacimiento físico y a la vida biológica sucede que el niño se torna existencialmente nacido, en cuanto real y vivo. Por lo común, esta transformación se da por sabida y nos proporciona la certidumbre de la que dependen todas las demás certezas. Es decir, no sólo los adultos ven que los niños son entidades reales biológicamente visibles, sino que ellos se experimentan a sí mismos como personas enteras, que son reales y están vivos y, conjuntamente, experimentan a otros seres humanos como reales y vivos. Estos son datos de la experiencia válidos por sí mismos.

Por tanto, el individuo puede experimentar su propio ser como real, vivo, entero; como diferenciado del resto del mundo, en circunstancias ordinarias, tan claramente, que su identidad y su autonomía no se pongan en tela de juicio; como un continuo en el tiempo, que posee una interior congruencia, sustancialidad, autenticidad y valor; como espacialmente coextenso con el cuerpo; y, por lo común, como comenzando en el nacimiento o poco después de él, y como expuesto a la extinción con la muerte. De tal modo posee un firme meollo de seguridad ontológica (6).

II. Sexualidad y tragedia en Joyce McDougall.

Con una visión que puede parecer trágica, con un lenguaje a ser juzgado de pesimista y una visión para algunos fatalista, la psicoanalista Joyce McDougall alcanza a ver el proceso ya descrito, de la siguiente manera: “la noción de un ‘otro’ como objeto separado de uno mismo, nace de la frustración, la rabia y la tendencia a una forma primaria de depresión de la que todos los bebés hacen la experiencia con el objeto primordial del amor: el seno-universo” (7).

Frustración y rabia expresada en el llanto, en el pataleo, al vivenciar que ese pecho no está siempre dispuesto, en acto, para ser succionado cuando se le desea. Es por ello que luego de enfrentar de manera reiterada esa incapacidad para obtenerlo de forma instantánea, el pequeño termina por entender que ese pecho, que esa fuente de bienestar, que ese instrumento de placer, es de otro.

A todo ese proceso de desarrollo que le permite al niño paulatinamente saberse distinto, es decir, otro, Mahler le llama “presión maduracional”, y no sería otra cosa que un trayecto paralelo, tanto físico como psicológico, de “separación e individuación” con relación inicial a la madre y posteriormente con todos los objetos que le rodean y conforman su mundo. Es decir, mediante toda la serie de percepciones que registra, mediante el cúmulo de experiencias que vive, el niño va moldeando su propio yo; y adquiere, vía la representación psíquica de sí mismo, una individualidad y, sobre todo, una identidad.

Ese proceso, a consolidarse hasta alrededor de los 36 meses de vida, no sólo se da en relación a la madre y con el concurso de la madre, sino en relación también al padre y los hermanos, que conforman el ambiente fundamental en el que desarrolla el principio de su existencia toda persona, y le prepara, le moldea, para el resto de su vida.

De ahí, pues, la importancia de dos elementos que adquieren el carácter de fundamentales :

• La familia.
• La identidad.

Este último, si lo queremos fundamentar debidamente, forzosamente tenemos que observarlo bajo una óptica multidisciplinaria, pues sólo así nos puede revelar el peso que tiene sobre cada persona y la humanidad en su conjunto. Así, si tomáramos como punto de referencia el Pentateuco o Torá, resulta evidente que desde su inicio, la existencia humana llegó acompañada de una identidad, como lo muestra el caso de que Dios la otorgó a cada uno de los seres creados. Es decir, no creó sólo varones o solamente mujeres, sino a un varón y a una mujer. Y a la mujer la llamó Eva y al hombre Adán, cada uno con características que los hacían no solamente distintos, individuales, sino sexuados, esto es, varón y mujer (8), y por tanto complementarios. Y a su vez, cada uno de los hijos que aquellos tuvieron, llevaron un nombre distinto, que al tiempo que les permitía ser identificados, también a ellos identificarse consigo mismos. De esta lógica divina, continuada por el hombre, podemos concluir dos cosas :

A) Que la identidad, por naturaleza, engloba la sexualidad; esto es, el ser y saberse hombre; el ser y saberse mujer. Y de conformidad con ello, poseer un nombre, masculino o femenino, según el caso.

B) Que la identidad, desde el inicio de la existencia del hombre, se da dentro del seno de la o una familia; es decir, que sólo dentro de ella encontramos nuestra identidad – como sociológicamente lo demuestra el mismo desarrollo de las comunidades, cuyos integrantes se identificaban precisamente por el clan familiar al que pertenecían -, y adicionalmente que la familia es indispensable para el ser humano; sin ella no podría comprenderse su existencia. Es decir, no hay una generación espontánea, sino un advenimiento al mundo, producto de una relación padre-madre.

Desde la perspectiva sociológica no se concibe ser alguien sin el concurso de una mujer y un hombre, una mujer y un varón, que fueron constituyendo familias. La multiplicación de éstas hizo necesario, al paso del tiempo y conforme fueron creciendo los núcleos humanos, añadir a la identidad un elemento adicional: el de la ciudad-estado donde cada ser había nacido; pongamos por caso Tales de Mileto.

Llegó a tener tal peso la identidad como sentido de pertenencia, de arraigo, de seguridad, del saberse alguien, único, distinto, que el principal castigo que se imponía en la antigüedad a los enemigos, a los infractores graves, era precisamente el quitarles tal identidad, desprendiéndolos por decreto de la ciudadanía, que era la que precisamente les daba la ligazón, sentido de arraigo, de pertenencia, de seguridad. A los infractores, pues, se les arrojaba de la comunidad. Quedaban convertidos en parias. Y éstos, verdaderamente sufrían al haber perdido su ciudadanía, que era la que les daba sentido de identidad frente a los demás.

En el ámbito jurídico, la situación encuentra correspondencia plena, pues conforme las familias y clanes tuvieron que organizarse y establecer normas que garantizaran el orden, los hombres admitieron el valor de la familia como condición fundamental de identidad, y la diferencia de sexos como un elemento promotor de ciertos derechos y obligaciones. Ambas cosas, pues, de la mano. Familia y sexo.

Conclusiones.

El ejemplo más claro de lo anteriormente expuesto es el del Derecho Romano (9), base aún de la norma jurídica prevaleciente en infinidad de países. El punto central bajo el cual giraba la sociedad romana era la domus.

Las domus eran propiamente las familias; una confederación de domus se denominaba gens y de la confederación de gentes, precisamente se conformó la Roma antigua. En la identificación personal-familiar jugaba un papel decisivo; en el entendido de que la ciudadanía romana, esto es, el ser romano, no se adquiría por haber nacido dentro de un determinado territorio, sino del ius sanguinis o sea de la sangre de los padres (con el tiempo habrían de ampliarse las formas de adquirir la ciudadanía romana, dado que el extraordinario crecimiento de la República y el Imperio, obligaron a hacerla extensiva a muchos otros, que habitaban en sus dominios).

Vistas así las cosas, se puede plenamente señalar que la identidad es un conjunto de elementos que determinan el ser de una persona. Qué soy. Quién soy. “Ser alguien singular, distinto de todos los demás, inconfundible”.

Y todos esos elementos que la hacen única, terminan por ubicarla, quiéralo o no, en un contexto jurídico determinado, por estar inserta en una sociedad organizada dentro de un territorio perfectamente definido. Ahora bien, dentro de tales elementos no podemos olvidar aquellos que le dan personalidad – ya no jurídica, como es en el caso de las leyes -; esto es, una forma de ser, de comportarse, de relacionarse con los demás y consigo mismo. Estos elementos son los de carácter vinculatorio supralegal, en los que la identidad se genera en un tiempo y espacio determinados, con un carácter personal y, por lo mismo, único e irrepetible; y donde la familia constituye el condicionante. Porque es precisamente en el seno de la familia en la que nace, donde la persona obtiene los estímulos que le brindarán seguridad, le permitirán interpretar el significado de las cosas, descubrir el valor del otro y donde se formará su conciencia ética.

Es ahí, es en ella, es en la relación con quienes la integran – empezando por la madre, con quien se establece el primer vínculo postparto -, donde se da el sentido de la alteridad, del sí mismo temprano, de la identidad (10).

Esto es, el ser humano no nace ya “terminado”, sino que requiere de una serie de cuidados, de atenciones, de datos, para conformarse. Por eso se alimenta, por eso duerme, por eso se mueve y desplaza, por eso conoce. De ahí que el hombre, por naturaleza, sea un ser cultural. Porque su pleno desarrollo no está condicionado por meros factores biológicos – como los animales — o de mera relación con los demás – en función de su naturaleza social -, sino también culturales, porque está dotado de una inteligencia por enriquecer que le permitirá, junto a los otros, no únicamente conocer sino incluso transformar su entorno, mejorarlo.

De ahí el papel vital de la familia. De la madre. Del padre. De los hermanos. Lo que también significa que una buena o mala relación inicial con ellos, puede impactar negativa o positivamente en el ser y quehacer de cada persona. De ahí que desde una perspectiva psicoanalítica, Joyce McDougall recuerda a Freud, al decir que “es en nuestra primera infancia cuando se deciden los sentimientos de identidad personal y de orientación sexual, que en la pubertad los redescubrimos” (11) …

Notas y textos.

(1) Consumer eroski, 21 de septiembre de 2009.

(2) Prado Siriany, Arturo, Progenitores de Metal, Misión Familia, 2007.

(3) López Moratalla, Natalia, IV Congreso Internacional Provida de Zaragoza, España, 7 de noviembre de 2009, citada por Alberto Carrara en Relación materno-fetal: la quintaesencia de la humanidad, Análisis y Actualidad, 19 enero 2010.

(4) López Moratalla, Op.cit.

(5) Liedloff, Jean, The Continuum Concept, Revised edition ©1977, 1985, published by Addison-Wesley, paperback, 20th printing, pp. 22-27. Liedloff, Jean, El Concepto del Continuum, Tercera edición, Ob Stare, España.

(6) Laing, Ronald David, El yo dividido, 2006, octava reimpresión, Fondo de Cultura Económica, México, pp., 37 – 38.

(7) McDougall, Joyce, Las mil y una cara de eros, Primera reimpresión, Editorial Paidós, Argentina, 1998, p. 11.

(8) Génesis, 1, 25 – 28 y 2, 15-24, Biblia de Navarra, Primera edición, 2008, pp., 6-8.

(9) Margadant S., Guillermo F., Derecho Romano, Sexta reimpresión, Editorial Esfinge, México, 2007, p. 196.

(10) Terrasa, Eduardo, El viaje hacia la propia identidad, 2005, Eunsa, España, p. 19.

(11) McDougall, Joyce, Op. Cit., p.13.

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