8 noviembre 2012, 15:35

Los Guerrilleros de Dios.

Extracto del libro: ¨Me llaman Padre Tocino¨, autobiográfico del sacerdote Werenfried van Straaten, fundador de la obra ¨Ayuda a la Iglesia Necesitada¨, publicado en Editorial Verbo Divino, Navarra (España), 1985.

En Europa Oriental, millones de seres luchan diariamente con el fin de liberarse interiormente de su terror y de su dictadura. Se esfuerzan un día tras otro, con todo su corazón, por encontrar la verdad y pertenecen por el bautismo de deseo o por el bautismo de sangre a la Iglesia de Cristo. Recemos a menudo por nuestros hermanos del Este, para que el Señor los libere cuanto antes y los conduzca nuevamente hacia nosotros. Pero recemos también por nosotros mismos, para que el Señor nos purifique y para que nuestro cristianismo defectuoso no impida la reunión con aquellos que, acrisolados por el dolor, buscan la verdad.

¿Cómo podríamos trazar planes concretos de operaciones de socorro para la Iglesia de Europa oriental sin tener algún contacto con sus jefes responsables?. La ¨Ayuda a la Iglesia Necesitada¨ no puede, en ningún caso, ser un pasatiempo para los soñadores que viven fuera de las realidades del mundo. Nuestra ayuda más allá del telón de acero y nuestra preparación con miras al día en que se abran las fronteras tienen que estar inspiradas por quienes mejor que nadie conocen la situación: los Obispos reconocidos y clandestinos del Este. Antes del Concilio pocos estaban autorizados a pasar a Occidente y aun ahora varios países comunistas impiden la salida a los mejores Obispos. Tenemos, por lo tanto, que ir a ellos. Por eso, de vez en cuando, uno de nosotros ha de arriesgar la libertad y la vida para tomar parte en los encuentros clandestinos que nos son indispensables.

Es raro que publiquemos noticias relativas a esos viajes; esto no haría más que perjudicar a nuestros protegidos. Por otra parte, sentimos la obligación de contar lo que hemos visto y oído en Europa oriental. Y tanto más cuanto que el turista normal no puede darse cuenta de la amplitud de la persecución contra la Iglesia y puede por lo tanto tener la impresión de que el comunismo ha suavizado su actitud antirreligiosa. Son cada vez más numerosos los viajes turísticos; los comunistas los emplean a sabiendas con el fin de adormecer la vigilancia y la resistencia de Occidente.

Hace unos cuantos años emprendí un viaje a través de cinco democracias populares, durante el cual me encontré con muchos Obispos y autoridades eclesiásticas. Viajaba con nombre supuesto: la mayor parte de mis interlocutores ignoraban mi verdadera identidad. En cada país iba acompañado por una persona de confianza que me abría las puertas y los corazones, consiguiéndome así conversaciones confidenciales. Sin tal garantía, ningún Obispo se hubiera arriesgado a exponer su punto de vista ante un extranjero desconocido.

Después de haber reflexionado largo tiempo, estimo que es posible – callando los nombres, pasando en silencio las localidades y los países y cambiando ciertos detalles – relatar mis entrevistas con cuatro Obispos. En este informe citaré igualmente otros detalles que me fueron comunicados en viajes anteriores.

Séame permitido, ante todo, describir la impresión general producida por la ¨Ayuda a la Iglesia Necesitada¨, en el otro lado del telón de acero. He podido comprobar que nuestros socorros, que se cifran en millones, son útiles, necesarios y, en general, eficaces. He podido ver que la mano auxiliadora de nuestros bienhechores está presente por todas partes en Europa oriental y especialmente allí donde las necesidades son mayores.

A veces viajaba en vehículos que, por centenares, proceden de la generosidad de nuestros donantes. Prestan servicios inestimables a los sacerdotes y a los Obispos. Visité iglesias que hizo resurgir de sus ruinas el generoso impulso de nuestros amigos. Fuí testigo del gozo causado por la llegada de un paquete a una familia numerosa y pude compartirlo. Estreché las manos de seminaristas que deben a los subsidios de la ¨Ayuda¨ el poder seguir su vocación. Pero sobre todo pude comprobar, en el decurso de muchas conversaciones, la importancia y la amplitud del apoyo moral y del aliento ofrecidos por nuestra Obra a nuestros correligionarios oprimidos.

Mérito indiscutible de nuestros innumerables bienhechores esparcidos por Europa entera; gracias a ellos, la ¨Ayuda¨ está siempre en condiciones de poder abrir brechas en el telón de acero y de romper el bloqueo espiritual que rodea a la Iglesia del Este: ¡reciban nuestra acción de gracias!. Sólo Dios conoce el número de todos los que han ido recibiendo mediante esos auxilios fortaleza y valor para permanecer fieles y mantener la lucha hasta el fin.

Encontré al primer Obispo al visitar una catedral. Tenía el aspecto de un aldeano vestido con el traje de boda de su abuelo, viejísimo y remendado. Mi compañero me aseguró que sí que era el Obispo: no llevaba anillo ni pectoral.

Su diócesis, herida, contaba varias aldeas despobladas, con las casas calcinadas y las iglesias medio derruidas. Los habitantes habían perecido a manos de los comunistas o habían emigrado a los centros urbanos. Las parroquias todavía pobladas están confiadas a sacerdotes itinerantes.

El Obispo me invitó a dar una vuelta en su moto para enseñarme algunas iglesias en vías de reconstrucción. Un cuarto de hora más tarde nos pusimos en camino. Se había cambiado el traje. Llevaba un pantalón de pana pardo, tirando a amarillo, botas militares negras, jersey amarillo, alzacuello romano y, encima de todo, un impermeable gris bastante sucio.

Nos metemos por carreteras con hoyos tremendos. Llegamos a la primera Iglesia. Cuatro muros sin tejado ennegrecidos por el fuego. El altar está protegido por una especie de alero de tablas. Hay algunas mujeres en oración ante el Santísimo Sacramento, resguardado en un cobijo debajo del campanario. El domingo se celebra la Misa con el cielo por techo. Estas ruinas siguen siendo una Iglesia. Hay una ley que estipula que una Iglesia no puede ser demolida mientras se haga uso de ella. Por eso todos los domingos va un sacerdote a celebrar allí su tercera Misa. Desde hace muchos años el Obispo está luchando por conservar estas ruinas y, desde hace cuatro años, está pidiendo autorización para rehacer el tejado. Hasta el presente ha fracasado, pero, tenaz y perseverante, prosigue la batalla burocrática. Tal vez lo consiga un día.

Me lleva el Obispo a otro pueblo. Allí están construyendo. Se sube a los andamios para inspeccionar la techumbre. Me enseña satisfecho los sacos de cemento, los ladrillos viejos, las vigas, viejas también, que ha juntado en la vieja y destartalada casa rectoral para construir la Iglesia.

Vive a la vez en el presente y en el porvenir. Llama por sus nombres de pila a los jóvenes sacerdotes, que se encuentran en las más completa miseria. Discute con ellos los problemas técnicos y espirituales de su sacerdocio, por el cual son a la vez pastores de las almas y constructores de iglesias. Desde hace años, a pie, en bicicleta o en moto, va de un cura a otro para animar, sostener, consolar, dar dinero. Una licencia para construir no se alcanza sino con prolongadas luchas: puede durar dos, tres, seis años y más todavía. Una vez obtenido el permiso, falta el material. Cuando se ha conseguido juntarlo hay que enfrentarse con el fisco que amenaza con incautarlo todo como pago de impuestos atrasados. Por fin empieza la construcción con una prisa febril: todo el mundo contribuye, párroco y feligreses trabajan incluso de noche.

Así va desarrollándose la espiritual guerrilla, alternando las pequeñas derrotas con las pequeñas victorias. Es el único combate posible: un combate de guerrilleros. Los guerrilleros de Dios, dirigidos por el joven Obispo, no temen a nadie. Ninguno está inscrito en la asociación de sacerdotes de la paz, sindicato clerical que proporciona honorarios, pensiones, víveres y otras ventajas materiales. Ellos, en cambio, no tienen más rentas que lo que la Providencia les va dando día a día. No son más ricos ni más pobres que el pobre pueblo de que proceden. Varios de ellos conocieron la cárcel, los trabajos forzados y la tortura padecida por el Reino de Dios. Su sangre ha hecho germinar nuevas vocaciones y esos nuevos sacerdotes son los más celosos auxiliares de su Obispo.

Nuestra excursión terminó por la noche, muy tarde. Alumbrados con velas, visitamos otra Iglesia; ésta tenía tejado. Nos arrodillamos ante el humilde sagrario en que habita Jesús en medio de sus hijos perseguidos. El joven párroco me contó que los comunistas del pueblo se pusieron tan furiosos por la restauración de la Iglesia que hicieron que le confiscaran los muebles – su cama y unas sillas – con el pretexto de que no se habían pagado los impuestos. Y, riéndose, me enseña el jergón de paja donde duerme.

Al volver a la casa del Obispo – una sola habitación – estuvimos hablando todavía largo rato. Rehusa todo compromiso con el Gobierno porque sabe que los favores se pagan con concesiones por parte de la Iglesia, al menos con un silencio conciliador ante ciertas medidas tomadas por las autoridades. ¨No podemos convertirnos en perros que no se atreven a ladrar¨ y sus ojos azules brillan a la luz de la lámpara cuando me despido de él en el corazón de la noche.

El segundo Obispo lleva la muerte consigo. Su sotana vieja y remendada se disimula bajo un guardapolvo negro, lustroso. Su rostro es transparente y sus manos descarnadas conservan las cicatrices de la tortura. Hace ya tiempo que no vive en el palacio episcopal. Ha encontrado alojamiento en el segundo piso de su deteriorado seminario. Este seminario es uno de los pocos que no han sido cerrados en este país, donde continúa la persecución entre bastidores. En él se apiñan los alumnos de los Seminarios Mayores y Menores de las diócesis vecinas donde ya no existen. Los profesores parecen obreros: sus manos encallecidas, sus rostros demacrados y curtidos por la intemperie conservan las huellas de los campos de concentración donde pasaron muchos años: el rector está todavía en la cárcel. El vicerrector fue asesinado hace unos años. El Obispo es irreductible y se niega a pactar con el Gobierno comunista. En su diócesis nadie se ha inscrito en la asociación de los sacerdotes de la pa! z. En consecuencia, el clero vive en la mayor miseria que yo he visto jamás; su indigencia es total: ni salario, ni entradas de ninguna clase; sólo continuas extorsiones.

En algunas regiones el episcopado admite tácitamente la afiliación del clero al sindicato eclesiástico: cierra los ojos y no aplica las severas sanciones decretadas contra los sindicatos. En otras, cierto número de sacerdotes intachables, obedeciendo a secretas instrucciones de su Obispo, se adhirieron en un momento dado al sindicato para evitar males mayores; incluso provincias religiosas enteras solicitaron la inscripción en la unión de los eclesiásticos del Estado. Esta lastimosa confusión es fruto de la táctica comunista que apunta a separar del rebaño a los pastores y a impedir el contacto de los Obispos entre sí y Roma.

El Obispo del guardapolvo ha resistido, según ya me lo habían contado en otro sitio. No parece, sin embargo, en absoluto un luchador. Es anciano y endeble. La prolongada lucha con las autoridades y los sufrimientos que sus sacerdotes han tenido que soportar, a causa de la actitud adoptada por él, han minado su salud y destrozado su sistema nervioso. Le tiemblan las manos. En silencio, me hace señas para que le siga a la biblioteca. Podremos hablar sin que nos molesten y con toda libertad: teme que hay un micrófono instalado en su cuarto. La biblioteca revela la inmensa pobreza del Seminario. No contiene más que una polvorienta colección de manuales del siglo XIX. Únicamente pueden ser útiles todavía los libros de Noldin, Tanquerey y algunos más: tres estantes en total. Sólo hay unos treinta volúmenes de cada obra: un ejemplar para cuatro seminaristas. Ninguno dispone de un compendio de dogmática o de moral de su propiedad. Después de su ordenación, esos jóvenes sacerdotes ir! án a sus parroquias sin un solo libro. Cada uno de ellos tendrá que atender a tres parroquias por lo menos.

La diócesis ha perdido muchas iglesias y casas rectorales. La destrucción fue sistemática. De este modo, regiones católicas florecientes se hundieron en el abatimiento y fueron en parte despobladas por alguna hecatombe. Una nueva población ha sustituído a los aborígenes. Casi siempre se trata de gentes adeptas a los principios comunistas a los que deben su nueva situación. Así se destroza a la Iglesia.

En la penumbra de la biblioteca el Obispo desdobla un mapa. Añadiendo un breve comentario, me va designando las zonas más amenazadas. Sus manos descarnadas se deslizan sobre el mapa con un gesto ya de protección ya de protesta o de defensa contra un peligro inminente. Su dedo imperativo golpea varias veces en dos o tres puntos estratégicos. ¡ Menguado Obispo de alma intrépida, estratega de Dios en las guerrillas espirituales, al otro lado del telón de acero !. Pide socorro para la reconstrucción de tres centros parroquiales bien situados, donde tres sacerdotes provistos de motocicletas (suministradas también por la ¨Ayuda¨) podrían ejercer su ministerio a su alrededor. No es exigente: ¿ podrían restaurarse las tres casas, una cada año – los muros aún están en pie – y, para empezar, hacer habitable solamente un cuarto ?. No pide nada más, pero no puede prescindir de ese socorro. Los fieles mueren sin sacerdotes. Con los ojos llenos de lágrimas me asegura que no solicitará nin! guna otra ayuda, con tal de que le ayudenos a realizar ese proyecto.

Le prometí fondos y materiales para las tres casas a un tiempo. Ignoro todavía dónde encontraré lo que se necesita, a no ser que los lectores de este libro se encarguen de cumplir mi compromiso …

El débil anciano está al frente de una diócesis de mártires. Me enseña los recordatorios de sus sacerdotes inmolados: hombres en la flor de la edad. Me dice con qué ardor aquellos recién ordenados hablaron ante el tribunal que los condenaba. Le tiembla la voz cuando recuerda la exterminación de su pueblo después de la guerra y las deportaciones, y cuando alude a la incomprensión del extranjero que no supo medir la gravedad de la situación. Me manifestó su pena al rehusarle el Gobierno la autorización para ir a hacer la visita ¨ad limina¨ al Padre Santo: quisiera hablarle de su temor de que Roma llegue a un Concordato: ¿No se rebajan algunas personalidades eclesiásticas a comprometerse con el comunismo?. ¨Es inconcebible, nos dijo, un pacto con el demonio. Debemos seguir fielmente el camino trazado por nuestros grandes Obispos mártires, como los Cardenales Mindszenty y Stepinac¨.

Nos invita a visitar el Seminario. Veo la capillita desnuda, el refectorio primitivo, los lavabos comunes – una fila de grifos sobre un trozo de canalón – , los dormitorios llenos de camas de hierro desvencijadas, desecho de hospitales y de campos de refugiados. En un mismo cuarto duermen veinte estudiantes del Seminario Mayor. Para los del Seminario Menor, cuento cincuenta camas en cada dormitorio. Los sacerdotes jóvenes duermen seis en cada habitación; los profesores, dos a dos. Ni un rincón desaprovechado: el número de ordenaciones sacerdotales está condicionado por el espacio disponible. Ni sillas ni mesillas de noche. En las camas, míseros jergones, remendados por las religiosas vestidas de seglar que se ocupan del cuidado de la casa. En las paredes, crucifijos y retratos del dictador rojo de aquel país: lo han ordenado las autoridades. ¨Cristo murió también por él¨, me dice el Obispo sonriendo.

Durante el día, los seminaristas viven en las grandes salas oscuras donde tienen las clases. Los pupitres son viejos: sobre unas patas altas unas planchas inclinadas de sesenta centímetros de ancho. Tal es el espacio vital de un seminarista durante los diez años de su preparación para el sacerdocio. Las Hermanas habitan, trabajan y viven en el sótano. Contra la pared hay unas filas de casilleros numerados en los cuales guardan las mudas de ropa. Muchos están vacíos: los padres de los seminaristas son pobrísimos. No es raro que un padre haya sido privado de su empleo porque su hijo entró en el Seminario.

La abundancia de vocaciones es un verdadero milagro: se rehusan numerosos candidatos por falta de sitio. Según la ley sólo pueden ser admitidos los chicos de quince años en adelante, después de haber frecuentado la escuela atea oficial. Más tarde, tienen que interrumpir sus estudios para hacer el servicio militar durante dos o tres años. No obstante, son pocos los que renuncian a la vocación.

El Obispo reconoce honradamente que la Iglesia de su país, con sus privilegios y sus riquezas temporales, se encontraba en estado de decadencia espiritual. Comprende que muchos sacerdotes ancianos, por su educación y sus tradiciones, sean incapaces de superar las dificultades actuales. ¨En la tempestad de esta persecución han naufragado una época y una generación¨, hace notar. ¨Únicamente mis sacerdotes jóvenes, purificados por el fuego y el agua, garantizan el porvenir de la Iglesia en nuestro país¨.

Esos sacerdotes jóvenes, que son los mejores auxiliares del Obispo del guardapolvo, reciben su formación de manos de Dios en aquel Seminario proletario. Forman parte de una legión de verdaderos apóstoles desprovistos de todo, dispuestos a todo. Toman a broma las medidas del Gobierno contra ellos. Aunque les falte ayuda, lucharán hasta la caída del comunismo o hasta su propio martirio. En cuanto a nosotros, ¡ temamos la cólera divina si dejamos abandonados a su suerte a esos héroes, si no hacemos lo imposible para ayudarles !.

El tercer Obispo tiene setenta y tres años. Su rostro demacrado respira bondad y caridad. Es reservado y cortés. Vive con tres parientes suyos, ancianos, en un anejo de su palacio agrietado. No tiene criado. Empieza el día con una hora de meditación. Celebra la Misa a las 5,30. Después del desayuno – pan seco y agua – se pone a trabajar. No tiene secretario. Casi todos los domingos va a los pueblos para administrar la Confirmación. No tiene coche. Va solo, a pie, andando horas y horas bajo la lluvia, la nieve o el sol abrasador: recorre kilómetros para ir a predicar, confirmar y consolar a los sacerdotes y a los fieles. Los curas viven de las limosnas de sus feligreses. Pero el Obispo no tiene feligreses. Y, por lo tanto, es el más pobre de todos.

Vi llorar a aquel Obispo. El también se preocupaba sobre todo por su Seminario que no podía sostenerse. Necesitaba urgentemente una subvención. Después de mucho vacilar, formuló su petición: 20.000 dólares. Sin eso, se vería obligado a cerrar el Seminario.

Los seminaristas no tienen qué comer y los fieles no están en condiciones de ayudarles. Han llegado al límite extremo de sus medios de vida. El edificio se viene abajo. Faltan camas. Faltan cubiertos. En vez de vajilla, latas de conservas. El hambre y la enfermedad ponen en peligro la vocación de noventa y tres seminaristas. Algunas parroquias están ya sin cura. La Iglesia no puede prescindir de vocaciones sacerdotales.

Los seminaristas no retroceden ante ningún sacrificio y están prontos a aceptarlos también para el porvenir. En esta nación están igualmente obligados a un servicio militar muy duro y muy largo. El Obispo considera como una gracia de la Madre de Dios el que hasta ahora ningún seminarista haya renunciado a su vocación y que todos hayan vuelto del ejército intactos en su alma y en sus costumbres. El Espíritu Santo compensa con gracias extraordinarias los estragos causados por la persecución religiosa. Los padres de los seminaristas son también heroicos en su generosidad y el número de vocaciones se ha doblado en estos últimos años.

La persecución abierta ha disminuido en intensidad; en cambio el Gobierno procura, por el apremio económico, la expoliación, la prohibición de colectas en las iglesias, los impuestos abusivos y el hambre, minar la constancia de los fieles y la firmeza de los sacerdotes. La salvación no puede llegar más que del extranjero.

Sería una catástrofe para la Iglesia, y una vergüenza para el Oeste, que llegara a perecer la obra de Dios en el alma de aquellos seminarios por el mero hecho de que los fieles del mundo libre no se preocupen de contribuir a una ayuda tan indispensable.

El cuarto Obispo nos pone en guardia explícitamente contra la peligrosa tentación de buscar un compromiso entre la Iglesia y el comunismo. En realidad, ningún gobierno comunista – ni siquiera los de Polonia o Yugoslavia – piensa en una verdadera coexistencia con la Iglesia. ¨Detrás del telón de acero no existe ningún ¨modus vivendi¨ con el comunismo, inexorable en el engranaje de un sistema profundamente materialista, ateo y diabólico. Por eso es insensato el tratar de granjearse la benevolencia de las autoridades por medio de ciertas concesiones o de atraerse las simpatías de los gobiernos queriendo demostrar, con una ¨legalidad¨ servil, que la Iglesia está dispuesta a adaptarse al nuevo estado de cosas. El espíritu y la letra de las leyes comunistas tienden a la destrucción de la Iglesia. Si la Iglesia obedeciera, según el espíritu y la letra, a esas leyes, contrarias a los derechos inalienables de Dios, firmaría su sentencia de muerte¨.

Es inútil negar que en varios países de Europa Central la Iglesia estaba contaminada y presentaba signos evidentes de decadencia. El liberalismo había causado graves daños en el antiguo Imperio austro-húngaro. La seguridad material prestada a la Religión del Estado no había favorecido, ciertamente, el espíritu de independencia de que los Obispos y sacerdotes hubieran debido dar prueba para condenar situaciones abominables. Con motivo de la misión de nuestras capillas rodantes, se nos reveló cuán superficial e insuficiente había sido el ministerio de las almas en los Estados satélites actuales.

No nos llame la atención que una fracción del clero y una parte de pueblo no estuvieran preparados para resistir a la persecución religiosa y que algunos Obispos no hayan imitado sino contra su voluntad la actitud valiente de los Cardenales Mindszenty y Stepinac. La tragedia de los deplorables sacerdotes de la paz que, impulsados por el miedo o por los intereses económicos, o también para evitar lo peor, se ponen al servicio del régimen comunista es prueba evidente de la confusión que reina al otro lado del telón de acero.

No nos toca a nosotros que gozamos de libertad abrumar con reproches a esos sacerdotes que no siempre han tenido fuerza para escoger el camino del heroísmo y que, por debilidad, están en lucha con Dios y con su conciencia. Hasta cierto punto han sido víctimas de su educación y de circunstancias de las cuales no son responsables. Más que nunca, vale la recomendación de Jesús: ¨¡ No juzguéis !¨. Recemos por ellos y pensemos en ellos con caridad y compasión. Preguntémonos también si nosotros mismos hubiéramos sido capaces de sacrificarlo todo a nuestra fe cristiana.

De todos modos, no debemos dejarnos influir por el compromiso que ellos aceptaron. Y sería peligroso, en nombre de una supuesta ¨legalidad¨ aceptada por ellos, considerar como injusta y exagerada la lucha encarnizada que sostiene la Iglesia detrás del telón de acero.

Hay países de Europa Oriental en que la Iglesia ha tenido que ceder al Estado el 80 ó 90 % de las colectas y de los donativos, bajo pretexto de contribuciones. En otros, Obispos y sacerdotes deben millones al fisco y, para reembolsarlos, el fisco les confisca todo: dinero, cheques, sillas, armarios, camas, máquinas de escribir y velomotores …

En el decurso de numerosos procesos que hicieron mucho ruido, Obispos y Cardenales sufrieron condenas por haber recibido, por vías no oficiales, ayuda económica del extranjero. Se habló de tráfico de divisas. Las gentes honradas del Oeste se quedaban atónitas cada vez que un Obispo acusado confesaba su crimen. Y tales declaraciones parecían motivos suficientes para permitirse cubrir de lodo a aquellos mártires, arrogarse el derecho de calificarlos de reaccionarios y de políticos y de poner en duda la pureza de su combate espiritual. Ni los mismos Cardenales Mindszenty y Stepinac escaparon a eso. Fueron insultados y tratados de insensatos e imprudentes por ciertos pensadores católicos porque no se habían preocupado de atemperarse a los decretos que limitaban los derechos de la Iglesia. Hubo también católicos de los llamados de estricta observancia que los desaprobaron. Pero los pueblos oprimidos del Este les agradecen los riesgos a que se expusieron. Cinco años después de la! muerte del Cardenal Stepinac, su tumba se ve todavía cubierta de flores y, desde el alba hasta la puesta del sol, miles de personas van a orar en la catedral de Zagreb en busca de la fortaleza necesaria para permanecer fieles a Dios y a la Iglesia.

La Iglesia está embarcada en una lucha a vida o muerte. La opresión suscita nuevos héroes y nuevos santos decididos a obedecer ante todo a Dios. Obran según su conciencia, dispuestos a sufrir todas las consecuencias. Van cayendo las víctimas; la vida continúa y los demás siguen adelante. Por eso queremos expresar nuestro respeto y nuestra confianza a los Obispos, a los sacerdotes, a los laicos que sufren en las prisiones y en los campos de concentración, detrás del telón de acero, por causa de actividad ¨ilegal¨. Y por lo mismo estimamos que es escandaloso ver que en algunos ambientes católicos – confortablemente seguros en países libres – se critica a los héroes condenados, por el mero hecho de haber rehusado obedecer las leyes injustas que emanan de un régimen de terror. Por lo mismo, la ¨Ayuda a la Iglesia Necesitada¨ busca afanosamente nuevos caminos y nuevas posibilidades para hacer llegar a cualquier precio el auxilio del Oeste a esos luchadores que arriesgan la vida y la libertad para que la Iglesia pueda sobrevivir.

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