(RV).- Se hizo público el Mensaje del Papa Francisco para la Jornada Misionera Mundial 2013, que se celebra el fin de semana del 19-20 octubre. Los orígenes de esta Jornada remontan al año 1926, cuando la Obra de la Propagación de la Fe, por sugerencia del Círculo misionero del Seminario de la ciudad italiana de Sassari, propuso al Papa Pio XI convocar una jornada anual a favor de la actividad misionera de la Iglesia universal. La petición fue acogida favorablemente y el año sucesivo (1927) fue celebrada la primera “Jornada Misionera Mundial para la propagación de la fe”, estableciendo que esta se conmemore cada penúltimo domingo de octubre, tradicionalmente reconocido como mes misionero por excelencia. De esta manera con las ofrendas del día, se sostienen proyectos de ayuda a los catequistas, seminarios de formación del clero local, y la asistencia social y sanitaria de la infancia.
Texto completo del Mensaje del Papa.
Queridos hermanos y hermanas :
Este año celebramos la Jornada Mundial de las Misiones mientras se clausura el Año de la fe, ocasión importante para fortalecer nuestra relación con el Señor y nuestro camino como Iglesia que anuncia el Evangelio con valentía. En esta prospectiva, quisiera proponer algunas reflexiones.
1. La fe es un don de Dios, que abre nuestra mente para que lo podamos conocer. Él quiere relacionarse con nosotros para hacernos partícipes de su misma vida y hacer que la nuestra esté más llena de significado, que sea más buena. Pero la fe necesita ser acogida por nuestra respuesta personal, el coraje de poner la confianza en Dios, de vivir agradecidos por su misericordia. Es un don que no se reserva sólo a unos pocos, sino que se ofrece a todos generosamente. Todo el mundo debería poder experimentar el gozo de la salvación. Y es un don que no se puede conservar para uno mismo, sino que debe ser compartido. Si queremos guardarlo sólo para nosotros mismos, nos convertiremos en cristianos aislados, estériles y enfermos. El anuncio del Evangelio es parte del ser discípulos de Cristo y es un compromiso constante que anima toda la vida de la Iglesia. «El impulso misionero es una señal clara de la madurez de una comunidad eclesial» (Benedicto XVI, Exhort. ap. Verbum Domini, 95). Toda comunidad es “adulta”, cuando profesa la fe, la celebra en la liturgia, vive la caridad y proclama la Palabra de Dios sin descanso, saliendo del propio ambiente para llevarla también a las “periferia”, especialmente a aquellos que aún no han tenido la oportunidad de conocer a Cristo. La fuerza de nuestra fe, a nivel personal y comunitario, también se mide por la capacidad de comunicarla a los demás, de difundirla, vivirla en la caridad, dar testimonio a las personas que encontramos y que comparten con nosotros el camino de la vida.
2. El Año de la fe, a cincuenta años de distancia del inicio del Concilio Vaticano II, es un estímulo para que toda la Iglesia reciba una conciencia renovada de su presencia en el mundo contemporáneo, de su misión entre los pueblos y las naciones. La misionariedad no es sólo una cuestión de territorios geográficos, sino de pueblos, de culturas e individuos independientes, precisamente porque los “confines” de la fe no sólo atraviesan lugares y tradiciones humanas, sino el corazón de cada hombre y mujer. El Concilio Vaticano II destacó de manera especial cómo la tarea misionera de ampliar los confines de la fe es un compromiso de todo bautizado y de todas las comunidades cristianas: «Viviendo el Pueblo de Dios en comunidades, sobre todo diocesanas y parroquiales, en las que de algún modo se hace visible, a ellas pertenece también dar testimonio de Cristo delante de las gentes» (Decr. Ad gentes, 37). Por tanto, se pide a toda comunidad a hacer propio el mandato confiado por Jesús a los Apóstoles de ser sus «testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra» (Hch 1,8), no como un aspecto secundario de la vida cristiana, sino como esencial: todos somos enviados por los senderos del mundo profesando y dando testimonio de nuestra fe y convirtiéndonos en anunciadores de su Evangelio. Invito a los obispos, sacerdotes, consejos presbiterales y pastorales, a cada persona y grupo responsable en la Iglesia a dar relieve a las misiones en los programas formativos, sintiendo que el propio compromiso apostólico no está completo si no contiene el propósito de “dar testimonio de Cristo ante las naciones”, y todos los pueblos. La misionariedad no es sólo una dimensión programática en la vida cristiana, sino también paradigmática que afecta a todos los aspectos de la vida cristiana.
3. A menudo, la obra de evangelización encuentra obstáculos no sólo fuera, sino dentro de la comunidad eclesial. A veces el fervor, el coraje, la esperanza en anunciar a todos el mensaje de Cristo y ayudar a la gente de nuestro tiempo a encontrarlo son débiles; en ocasiones, todavía se piensa que llevar la verdad del Evangelio es violentar la libertad. A este respecto, Pablo VI, dice : «Sería un error imponer cualquier cosa a la conciencia. Pero proponer la verdad evangélica y salvación ofrecida por Jesucristo, con plena claridad y absoluto respeto hacia las opciones que luego pueda hacer es libertad» (Exhort, Ap. Evangelii nuntiandi, 80). Siempre debemos tener el valor de proponer, con respeto, el encuentro con Dios, de hacernos heraldos de su buena nueva, el Señor ha venido entre nosotros para mostrarnos el camino de la salvación, y nos ha confiado la misión de darlo a conocer a todos, hasta los confines de la tierra. Con frecuencia, vemos que lo que se destaca y propone es la violencia, mentira y error. Es urgente en nuestro tiempo la vida del Evangelio con el anuncio y testimonio.Y en esta perspectiva, es importante no olvidar un principio fundamental de todo evangelizador: no se puede anunciar a Cristo sin la Iglesia. Evangelizar nunca es un acto aislado, individual, privado, sino que es siempre eclesial. Pablo VI escribía que «cuando el más humilde predicador, catequista o pastor, en el lugar más apartado, predica el Evangelio, reúne su comunidad o administra un sacramento, cuando se encuentra solo, ejerce un acto de Iglesia»; no actúa «por una misión que él se atribuye por inspiración personal, sino en unión con la misión y en su nombre» (ibíd., 60). Y esto da fuerza y hace sentir a cada misionero/a que forma parte de un solo Cuerpo animado por el Espíritu Santo.
4. En nuestra época, la movilidad generalizada y facilidad de comunicación a través de los nuevos medios de comunicación han mezclado entre sí los pueblos, el conocimiento, las experiencias. Por motivos de trabajo, familias enteras se trasladan de un continente a otro; los intercambios profesionales y culturales, así como el turismo y otros fenómenos análogos empujan a un gran movimiento de personas. A veces es difícil, incluso para las comunidades parroquiales, conocer de forma segura y profunda a quienes están de paso o a viven de forma permanente en el territorio. Además, en áreas cada vez más grandes de las regiones tradicionalmente cristianas crece el número de los que son ajenos a la fe, indiferentes a la dimensión religiosa o animados por otras creencias. Por tanto, no es raro que algunos bautizados escojan estilos de vida que les alejan de la fe, convirtiéndolos en necesitados de una “nueva evangelización”. A esto se suma el hecho de que a una gran parte de la humanidad todavía no le ha llegadoel mensaje de Jesucristo. Vivimos en una época de crisis que afecta a muchas áreas, no sólo a la economía, las finanzas, la seguridad alimentaria, el medio ambiente, sino también la del sentido profundo de la vida y los valores fundamentales. La convivencia humana está marcada por tensiones y conflictos que causan inseguridad y fatiga para encontrar el camino hacia una paz estable. En esta situación tan compleja, donde el horizonte del presente y futuro parecen estar cubiertos por nubes amenazantes, se hace aún más urgente el llevar con valentía a todas las realidades, el Evangelio de Cristo, que es anuncio de esperanza, comunión, misericordia y salvación. Dios es capaz de vencer las tinieblas del mal y conducir hacia el camino del bien. El hombre de nuestro tiempo necesita una luz que ilumine su camino y que sólo el encuentro con el Señor puede darle. Traigamos a este mundo la naturaleza misionera, que no es proselitista, sino testimonio de vida. La Iglesia – lo repito una vez más – no es una organización asistencial, empresa, u ONG, sino que es una comunidad de personas, guiadas por la acción del Espíritu Santo, que han vivido y viven el encuentro con Jesús y desean compartir la experiencia del mensaje de salvación que el Señor nos ha dado.
5. Quisiera animar a todos a ser portadores de Cristo, y estoy agradecido especialmente a lo/as misionero/as, presbíteros fidei donum, religioso/as y fieles laicos que, acogiendo la llamada del Señor, dejan su patria para servir al Evangelio en tierras y culturas diferentes de las suyas. Pero también querría subrayar que las mismas iglesias jóvenes están trabajando en el envío de misionero/as a aquellas comunidades eclesiales de la antigua cristiandad que se encuentran en dificultad. Vivir en este aliento universal, respondiendo al mandato de Jesús «Id, pues, y haced discípulos de todas las naciones» (Mt 28,19) es una riqueza para cada Iglesia y comunidad, nunca es una pérdida sino una ganancia. Hago un llamamiento a todos aquellos que sienten la llamada a responder a la voz del Espíritu Santo, según su estado de vida, y a no tener miedo. Invito también a los obispos, familias religiosas, y todas las agregaciones cristianas a sostener, con visión de futuro y discernimiento atento, la llamada misionera ad gentes y ayudar a quienes necesitan sacerdotes, religioso/as y laicos para fortalecer la comunión cristiana. Y esta atención debe estar también presente entre quienes forman parte de una misma Conferencia Episcopal o una Región: es importante que las más ricas en vocaciones ayuden a las que sufren por su escasez. Al mismo tiempo exhorto a vivir su servicio allí donde son destinados, y llevar su experiencia a las iglesias de las que proceden, recordando cómo Pablo y Bernabé, al final de su primer viaje «contaron todo lo que Dios había hecho a través de ellos y cómo abrió la puerta de la fe a los gentiles» (Hch 14,27). Ellos pueden llegar a ser el camino hacia la “restitución” de la fe, de modo que en un intercambio, compartan y redescubran el seguimiento del Señor.
La solicitud por todas las Iglesias, que el Obispo de Roma comparte con el episcopado, encuentra una actuación importante en el compromiso de las Obras Misionales Pontificias, que tienen como propósito profundizar la conciencia misionera de cada bautizado, ya sea reclamando la necesidad de una formación más profunda de todo el Pueblo de Dios, como ofreciendo su ayuda para favorecer la difusión del Evangelio en el mundo.
Por último, me refiero a los cristianos que, en diversas partes del mundo, se encuentran en dificultades para profesar abiertamente su fe y ver reconocido el derecho a vivirla con dignidad. Ellos son testigos valientes – aún más numerosos que los mártires de los primeros siglos – que soportan con perseverancia apostólica las diversas formas de persecución actuales. Muchos también arriesgan su vida por permanecer fieles y deseo asegurarles que me siento cercano en la oración a estas personas, familias y comunidades que sufren violencia e intolerancia, y les repito las palabras de Jesús: «Confiad, yo he vencido al mundo» (Jn 16,33).
Benedicto XVI exhortaba: «Que la Palabra del Señor siga avanzando y sea glorificada» (2 Ts 3, 1): que este Año de la fe haga cada vez más fuerte la relación con Cristo, pues sólo en Él tenemos la certeza y garantía auténtica de mirar al futuro duradero» (Carta Ap. Porta fidei, 15). Este es mi exhortación para la Jornada Mundial de las Misiones de este año. Bendigo de corazón a lo/as misionero/as, a todos los que acompañan y apoyan este compromiso fundamental de la Iglesia para que el anuncio del Evangelio pueda resonar en todos los rincones de la tierra (Pablo VI, Exhort. Ap. Evangelii nuntiandi, 80).
Dado en el Vaticano, a 19 de mayo del 2013 en la solemnidad de Pentecostés y primer año del pontificado de Francisco I.
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